Los
antiguos griegos durante los nueve siglos de su máximo esplendor (IX-I a.C.)
dividieron su espacio geográfico en cinco niveles de acuerdo a su labor
productiva: Las costas para el comercio marítimo y la pesca, las planicies para
el cultivo de cereales (trigo, cebada), las lomas y collados para la ganadería
(vacuno poco, pero si mucho caprino y ovino), los valles para la horticultura y
frutales (privilegiando el de la vid), los grandes bosques para el agua: sin
agua y lo sagrado. Al respecto los helenos desde siempre supieron del
indisoluble vínculo entre la vegetación y el agua: sin agua no hay verdor, sin
la floresta no hay fuentes, ríos, quebradas. Sus bosques eran sagrados.
Restringían la tala de la fronda periférica a lo indispensable, la caza
únicamente como obtención de comida para la familia.
Sus bosques estaban bajo el amparo de una
poderosísima diosa: Artemis y un cortejo de divinidades en torno a ella. Artemis,
una de las diosas del Panteón helénico, hija de Zeus y Leto, hermana del dios
Apolo. Es la diosa protectora de la fuerza vegetativa. Tiene poder sobre los
árboles, las aguas --fuentes, estanques, ríos--. No tiene relación con las
ciudades. Diosa virgen, su atributo es el cuidar los bosques, los animales
silvestres, además de su corta indumentaria (semiclàmide y sandalias) portaba
un arco de oro con sus flechas mortales con los cuales castigaba a los impíos
quienes ultrajaban el bosque.
Su cortejo lo integraban un coro de
ninfas de diversas procedencias: las Náyades de las aguas, las driades y
hamadríades, ninfas espíritus de los árboles, ninfas oreiades o de las
montañas, ninfas melìades (de los fresnos), acompañadas además por una manada
de perras. Aparte de vigilar, cuidar las selvas también le gustaba el canto junto
a la danza en coro, solo con las divinidades de su cortejo ya mencionadas.
Calimaco, poeta griego de Alejandría (S. III a. C) comienza su himno a Artemis con estos versos:
“Cantemos a Àrtemis
pues
no sin pesadumbre la olvida quien cante.
Salud
poderosa a quien placen el arco de oro,
la
caza de liebres,
danzan
junto a un coroen el corazón de las
montañas,
y
concluye:
Salud,
Diosa toda poderosa
acoge
con benevolencia mi poema”.
El pueblo romano-latino durante sus tres
largos periodos histórico-políticos, el de los reyes, la Republica, el Imperio
(S. VIII a.C. – S. III d.C.) siempre considero a los bosques, las selvas, las
florestas, cuales recintos sagrados. Solo en la periferia de estos gigantes
vegetales se permitían la caza para comer, la tala para requerimientos
domésticos --casa, utensilios-- el agua para beber.
Su Diosa vigilante, de los bosques
se llamaba Diana: Ella la llamaban Dea silvarum, Dea ferarum: Diosa protectora
de la flora, de la fauna silvestres. Su culto se ubicaba fundamentalmente en la
región del Lacio, pero también en Estruria y Campania. (el centro de la
península Itálica). El templo más famoso de Diana estaba en el corazón de los
montes albanos, en Aricia, junto al lago Neomi, en medio de un espeso bosque,
allí se le llamaba Diana Nemareusis (Diana de los bosques).
Diana había nacido de la unión de Júpiter y una divinidad llamada Letona. En Roma el culto de Diana tuvo gran importancia, había varios templos consagrados a la Diosa, pero el más famoso era el del monte Aventino construido en común por los Romanos y sus aliados con el fin de poner bajo la protección de Diana la antigua confederación de las ciudades del Lacio, la cual reconoció a Roma como su capital.
La inmensa importancia del culto a la diosa Diana dio origen a una enjundiosa investigación antropológica contemporánea rotulada en castellano (1944) La rama dorada del historiador, filósofo de las religiones occidentales, del irlandés Sir James George Fraser (1854 – 1941). Demuestra Fraser la esencial relación entre esta divinidad de la antigüedad clásica y la selvacidad, es decir, el culto sagrado, religioso a los bosques como fuentes originarias de la vida y generadores de energía espiritual. En ellos, en las florestas, reposan las fuerzas sagradas de la naturaleza garantes de la existencia de lo vegetal, de lo animal, valga decir de la vida.
Antes de científico estudio de Fraser, los poetas latinos así lo habían entendido. Se copia al respecto una estrofa de la oda XXXIV de libro Carmenes del poeta Catulo (S.I a.C.)
“(…)
Porque dueña de montes fueras
Y
de verdes selvas
Y
de recónditos bosques
Y
de sonoros ríos”.
(…)
Finalmente, estas diosas señalaban
al humano algo trascendental para la vida en el planeta: no hay nada más impío
que destruir los bosques y su forma silvestre, de donde nacen las aguas,
fuentes de vida, pero además la energía de la existencia. Con ello se
demuestra, pues, que la preocupación ecológica de nuestra raza, “la más
humana”, tiene ya cinco mil años.
Por Lenin Cardozo / Lubio Cardozo
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