Las cosmovisiones, las doctrinas comprehensivas o las
ideologías políticas se dan siempre encarnadas en sujetos concretos que son los
que las van constituyendo. Es decir, están siempre en relación no sólo a la
coherencia interna del conjunto de valores, principios e imágenes a los que se
apela sino también a la práctica concreta en que esas ideas van siendo puestas
en juego. A pesar de que cualquier análisis social parte de este tipo de
premisas, esta idea ha sido a menudo olvidada en buena parte de las discusiones
sobre la seriedad o no del ecologismo como ideología política, como ocurre en
muchas otras discusiones en filosofía moral y política. No son pocas las
ocasiones en que se cae en un exceso de constructivismo y la definición de un
conjunto de ideas muy consistentes analíticamente se hace a costa de perder la
dimensión dinámica, plural y cambiante de al menos parte de las ideas y los
actores.
La forma concreta de esos cambios está en relación
directa al tipo de sujeto al que nos refiramos y a la relación que se establece
entre éste y el contexto en que su ideario es puesto en juego. La relación más
o menos reflexiva y más o menos dinámica que pueda darse entre el sujeto y sus
propias ideas tiene que ver con su práctica (y para el teórico, eso implica
apoyarse en las ciencias sociales y en la filosofía social y política), por
mucho que esta a veces desborde esquemas conceptuales especialmente atractivos
por su coherencia y simplicidad. El sujeto de la ideología del ecologismo corre
siempre el peligro de ser disuelto en el seno de identidades políticas extensas
y difusas, del tipo de un movimiento más amplio moderado (ambientalista), y que
bien puede identificarse con esa middleclass de orientación posteconomicista a
la que Martínez Alier descarta como sujeto de transformación.
Sin embargo, puede identificarse un movimiento social
ecologista que propugna cambios sociales y políticos radicales, por mucho que
exista esa otra conciencia proteccionista más epitelial. Ese es identificable
con relación a una identidad colectiva que construye, comparte y se rehace a
partir de la praxis transformadora y performativa. En este caso se trata de una
acción llevada a cabo más que nada fuera de las instituciones políticas
liberales, sobre todo en forma de protesta; y en la existencia de una red de
interacción entre los miembros que no es reductible a una organización formal,
desde la cual se intenta desafiar a las formas dominantes de poder y definir
nuevos derechos.
La fenomenología del ecologismo como actor social
aporta información sustancial para repensar la forma de su ideología. Es un
movimiento, o mejor dicho, un conjunto de movimientos segmentado, policefálico
y reticular, formado por tipos distintos de colectivos e individuos en los que
los actores concretos pueden y de hecho actúan simultáneamente sin que ninguno
de ellos ejerza de líder o vanguardia revolucionaria. Según el esquema reciente
de Doherty, podemos hablar de: 1) grupos de protesta contracultural y de acción
directa, no violentos y enormemente creativos en su repertorio de acciones; 2)
ONG’s con distinto grado de radicalidad; 3) movimientos de base de tema único,
del tipo de una movilización vecinal contra un proyecto concreto; y finalmente,
4) los partidos verdes. Creo que pueden añadirse: 5) las plataformas —que
estructuran a menudo la acción social de tipos de actores diversos como los
anteriores. El primer problema que plantea este abanico es el de su gran
heterogeneidad, ya que algún elemento en común deberá existir que nos lleve a
hablar de una identidad compartida. Más aún cuando las ONG’s, pero más incluso
los partidos se ven enfrentados siempre a las tensiones implícitas en la
aceptación de la participación en contextos desradicalizados y el peligro de
ser cooptados o de haber de asumir renuncias ideológicas fundamentales. La
cuestión aquí de fondo es si hay una única ideología ecologista y si es
excluyente, como sostiene Martínez Alier al pensar en el ecologismo de los
pobres.
Históricamente el surgimiento del ecologismo ha venido
siendo vinculado a, de un lado, la aparición del pensamiento crítico y del
ethos antiautoritario asociado a la Nueva Izquierda y la contracultura de los
años 60 y 70, de otro, al carácter político de la educación universitaria y las
profesiones liberales ligadas al Estado de bienestar y los sectores
desmercantilizados. Incluso buena parte de los intelectuales provenientes de
entornos pobres o periféricos comparten en algún grado ese milieu alternativo. Ahora
bien, como producto de la acción colectiva que evoluciona en respuesta a la
acción, el abono práctico del ecologista tiene también que ver con las
experiencias de la crisis ecológica y del proceso de aprendizaje de
organización y activismo en respuesta a la misma. De acuerdo con Doherty, se
trata de una combinación de tradiciones existentes y de creatividad reflexiva
de la propia acción a través del aprendizaje colectivo. Así, la idea de
reflexividad denota que la acción está ideológicamente estructurada, pero que
se transforma con relación a la praxis.
Durante los últimos años se ha hecho evidente el
carácter esencialmente reflexivo y autocrítico del ecologismo, como también su
enorme creatividad a la hora de identificar y resistir frente a las relaciones
de poder denunciadas e incluso a proponer agendas alternativas. Las razones de
la reflexividad exigirían un análisis aparte pero probablemente tienen que ver
con el hecho de que 1) opera en gran medida en los márgenes del sistema,
exponiendo sus límites y desafiando el poder, alimentándose continuamente de
prácticas y experimentos contra la colonización de los espacios autónomos de
reproducción simbólica; 2) con un alto grado de democracia interna en casi
todas las dimensiones del movimiento (excepción hecha del déficit en democracia
directa de las grandes ONGs como Greenpeace y en los partidos); y 3)
finalmente, con el reto a que ha tenido que hacer frente el ecologismo durante
los años noventa en su oposición a la globalización neoliberal. Me refiero a la
necesidad que ello ha supuesto de elaborar discursos y agendas susceptibles de
ser interpelados en la arena de la opinión pública global, llevando a la
convergencia en programas y perfiles ideológicos de compromiso en que pudieran
converger los distintos ecologismos, incluido en de los pobres. La generación
política que se identifica con el ethos del ecologismo en este caso es la que
participa en la movilización civil opuesta al neoliberalismo global
especialmente desde el inicio simbólico en la agitación zapatista a mitad de
década de los noventa. Esta propuesta de análisis obliga a repensar muchas de
las cuestiones planteadas antes.
Respecto a la cuestión de la normatividad, los cambios
propugnados por el ecologista apuntan a un tiempo a un “nuevo tipo de sociedad,
basada en una nueva relación con el mundo natural, una democracia más radical y
mucha más igualdad social”. Así, son tres, y no uno sólo, los valores
fundantes: democracia radical, igualitarismo, sostenibilidad.
Analíticamente, el hecho de poner a un mismo nivel
conceptual tres valores distintos genera problemas, toda vez que, como ya hemos
señalado, pueden entrar en contradicción. Sin embargo, ni este es un problema
nuevo ni cabe esperar que los lenguajes naturales respondan con la coherencia
interna de los lenguajes formales. Lo primero nos parece más relevante en
nuestro caso, dado que de ser requisito la existencia de un único valor para
poder hablar de una ideología con sentido, se nos haría imposible identificar
ni una sola de las ideologías políticas modernas. El liberalismo, por ejemplo,
ha ligado, desde Locke, los ideales de libertad, propiedad y nación a un mismo
nivel, como el socialismo, desde Marx, ha valorado el trabajo o el
internacionalismo tanto como la igualdad. Como otras ideologías, el ecologismo
descansa en un conjunto de valores centrales, no en uno sólo.
Tal combinación de valores refuerza la idea de que el
ecologismo está en la izquierda. Ahora bien, ¿también es así para movimientos
locales que suelen carecer de ideología? ¿Cómo se resuelve el problema del
universalismo, cómo se pasa de los movimientos de interés nimbies (¡no en mi
patio!) a los niabies (en el patio de nadie) y los nopes (no en este planeta)?
La evidencia sociológica tiende a apuntar durante los últimos años a la idea de
que la experiencia activista suele ir acompañada de una creciente desconfianza
y desafección hacia los responsables políticos y su uso de la ciencia, lo que
suele realimentar la oposición. La elaboración filosófica apunta a la idea de
que en contextos de interacción democrática deliberativa las propias
condiciones del discurso universalizable y con sentido requerido por los
interlocutores desplaza el lenguaje local hacia una gramática global. La
conexión entre democracia y universalismo no es por supuesto necesaria, pero
hay motivos para pensar que generan una dinámica de expansión mutua antes que
lo contrario. Dobson ya había señalado que la “política descentralizada es el
equivalente ecológico del legislador de Rousseau: la fuente de transformación
de la naturaleza humana”. De ser así, el marco de validez lo daría la praxis
democrática y no una visión determinada de la naturaleza no humana; para el
ecologista, como para otros activistas, la creación de una esfera pública es un
bien en sí mismo; la praxis política su sustrato normativo al menos tanto como
el naturalismo. Y esta era la segunda cuestión.
La concepción de la naturaleza que se impone en los
discursos ecologistas globales durante los últimos años no es la de “madre
tierra” o Gaia, es la de ecosistema. Discutir sobre si hay una crisis de la
naturaleza, en términos como los de Jonas a que antes no referíamos, puede
desviar la atención de lo que de hecho piden hoy los ecologistas, que no
aspiran tanto a resolver lo insoluble —la distinción entre lo natural y lo
cultural— como a reivindicar principios racionales de interacción con el
entorno ambiental en tanto forma parte de ecosistemas gobernados por leyes
geobiofísicas irreductibles a la mecánica del artefacto cartesiano. Desde este
punto de vista, es difícil negar que haya una crisis ecológica. Es decir, las
nociones de estabilidad o equilibrio tan utilizadas tienen que ver con la
concepción dinámica que tiene la ecología no con una visión armónica romántica.
El holismo no es en general organicismo ni misticismo, es sistemismo aplicado a
las ciencias de la naturaleza, en especial de la vida y de la tierra. En los
discursos del ecologismo global no se utiliza una imagen arcádica de la
naturaleza, sino una biofísica susceptible de ser objeto de derecho de las
comunidades que las habitan.
No obstante es cierto, como insiste en señalar
Martínez Alier, que los conflictos ambientales son luchas por imponer lenguajes
de valoración inconmensurables entre sí —el de lo sagrado, el dinero, la
seguridad nacional, las amenazas ambientales, etc. Pero también lo es que
discursivamente es el lenguaje de los derechos el que es apelado por el
ecologismo global. El aprendizaje reflexivo entre actores tan heterogéneos
implica una tendencia a converger en un lenguaje que pueda ser adoptado por
todos ellos pero no menos ser atendido —al menos dialógicamente— por actores
frente a los que se actúa, y la imagen idealizada de la naturaleza arcádica no
lo hace posible.
Enfrentarse a una multinacional defendiendo el
carácter sagrado del agua puede llevar a defensas del carácter sagrado del
dinero, y así en espacios públicos globales es el lenguaje que cumple con los
requisitos formales de mayor legitimidad y universalidad el que acaba siendo
utilizado —lo que no evita su revisión permanente ni tensiones internas
importantes. La mayor universalidad implica un compromiso sustancial para con
la igualdad.
Basta hacer un repaso a los discursos ecologistas enarbolados en los principales foros globales los últimos años para deshacer algunas de las confusiones a veces destinadas a deslegitimar el proyecto de la sociedad sostenible. Veamos por ejemplo el texto Equidad en un mundo sostenible, defendido por las ONG’s alternativas durante la cumbre de Johannesburgo de 2002: “¿Qué significa justicia y equidad en espacio ambiental finito? Por un lado, la justicia y la equidad exigen aumentar los derechos de los pobres sobre su hábitat, mientras que, por otro lado, deben reducir las demandas de los ricos sobre los recursos del planeta. El interés de las comunidades locales en mantener sus medios de subsistencia suele chocar con los intereses de las clases urbanas y de las empresas para expandir el consumo y las ganancias. Estos conflictos por recursos no disminuirán a menos que los ricos del planeta adopten patrones de producción y de consumo que generen recursos. (...) “No existirá equidad sin ecología (...), no habrá ecología sin equidad”.
Basta hacer un repaso a los discursos ecologistas enarbolados en los principales foros globales los últimos años para deshacer algunas de las confusiones a veces destinadas a deslegitimar el proyecto de la sociedad sostenible. Veamos por ejemplo el texto Equidad en un mundo sostenible, defendido por las ONG’s alternativas durante la cumbre de Johannesburgo de 2002: “¿Qué significa justicia y equidad en espacio ambiental finito? Por un lado, la justicia y la equidad exigen aumentar los derechos de los pobres sobre su hábitat, mientras que, por otro lado, deben reducir las demandas de los ricos sobre los recursos del planeta. El interés de las comunidades locales en mantener sus medios de subsistencia suele chocar con los intereses de las clases urbanas y de las empresas para expandir el consumo y las ganancias. Estos conflictos por recursos no disminuirán a menos que los ricos del planeta adopten patrones de producción y de consumo que generen recursos. (...) “No existirá equidad sin ecología (...), no habrá ecología sin equidad”.
Hasta dónde estas ideas sean representativas del
ecologismo global es una cuestión a dilucidar empíricamente, sin embargo no
faltan ejemplos de simbiosis entre los valores de la igualdad y la
sostenibilidad que copan los discursos verdes desde hace ya lustros. Término
gestado en EE.UU. para denunciar la correlación entre riesgos y etnia e
ingreso, la idea de justicia ambiental ha venido alimentado no sólo el espectro
de los discursos políticos sino que ha dado pie a numerosos estudios y
elaboraciones teóricas. Así, se han ido vinculando la distribución desigual de
males ambientales (incluidos los riesgos) y el acceso de los recursos: la
exclusión ambiental vinculada al ingreso; la calidad ambiental vinculada a la
distribución del poder —a mayor desigualdad, menor compromiso con el futuro y
menor capacidad de resolver problemas—; la sostenibilidad vinculada a
desigualdad —las desigualdades de poder afectarán el tamaño del pastel de la
contaminación, tanto como la forma en que es cortado”—; o el de las
responsabilidades ambientales vinculadas a procesos históricos, como la llamada
Deuda ecológica.
El trabajo es enorme también en la elaboración de
nuevos indicadores de bienestar y de calidad de vida que den un respaldo
científico a la denuncia ecologista de que hemos entrado en un juego social de
suma negativa. Quizás el más exitoso de los trabajos de divulgación denunciando
relaciones de poder ligadas a igualdad y sostenibilidad en el acceso de los
recursos ambientales sea la idea de huella ecológica, y la denuncia de la
relación directa entre carencias y excesos, entre pobreza y riqueza, en un
planeta finito. Desde esta perspectiva, se da un déficit ecológico en ciertas
zonas del planeta, cara oculta de la apropiación de capacidad de carga por la
que el 25% de personas más ricas de la humanidad ocupa una huella tan grande
como la superficie biológicamente productiva total del planeta.
Otro de los discursos de justicia ambiental, menos conocido,
es incluso más impactante para el imaginario político. La relación entre
modificación antropogénica del entorno y la desigualdad en el acceso a
seguridad frente a los desastres naturales permite hablar de una distribución
desigual de la resiliencia social, ampliándose la idea de relaciones de poder
para hablar de desastres (naturales) construidos socialmente (y reivindicar el
derecho a la seguridad climática, ambiental, de recursos, alimentaria, etc.).
En conclusión, no hay duda de que el ecologismo no
está más allá de la historia social. Es decir, la fórmula por la cual los
impactos ambientales son función del tipo de tecnología, los niveles de
población y consumo, ha quedado esencialmente desfasada por la propia
creatividad del ecologismo, que ha puesto al poder como variable independiente
de la crisis ecológica, refutando además la tesis de Beck de que en la sociedad
del riesgo la distribución de los males es democrática. La conexión funcional
entre justicia social y sostenibilidad (con antecedentes lejanos en las teorías
del intercambio desigual y de la dependencia) no sólo rompe con el esquema
unitario en términos de valores del ecologismo como ideología sino que arroja
luz sobre cuestiones como cuál sea el sujeto del poder y el posible universalismo
de la ideología ecologista. En definitiva, la sostenibilidad no es un juego
ganador-ganador sino que implica ganadores y perdedores. El poder en la
sociedad industrial nos permite hablar de beneficiarios de la distribución
desigual en un juego que ya no es de suma positiva: “clases consumistas”,
empresas trasnacionales, clases medias urbanas, sectores acomodados de gran
poder adquisitivo en países menos industrializados... “una minoría [que] quita
recursos a una mayoría de la población” —en los términos de documento de
Johannesburgo antes citado.
Esta capacidad de identificar nuevas relaciones de poder y de denunciarlas en términos modernos no naturalistas tiene que ver con la enorme creatividad de la cultura política surgida en los movimientos sociales por una globalización diferente. Sólo así se explica que Dobson, por ejemplo, se lamentara en 1991 de que “los verdes no han prestado atención al papel de la propaganda”, que no hubiesen dado alternativa al consumismo verde para mostrar la irresponsabilidad de ciertos patrones de conducta. La contrapropaganda (adbustering) y otras prácticas similares descritas por Naomi Klein en No Logo representan un cambio sustancial en ese campo, como el que se ha producido en el de acción política y el espacio idóneo para llevarla a cabo.
En definitiva, el incremento del activismo trasnacional lleva la elaboración discursiva a un nivel diferente, permite nuevas oportunidades de experiencia generacional y aprendizaje colectivo, permitiendo identificar una ideología ecologista global, que abarca también al ecologismo de los pobres.
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