La política
de la diferencia se sitúa en otro plano que el de una ecología política
subsumida en el pensamiento ecológico. Pues la significancia de la naturaleza
que mueve a los actores sociales en el campo de la ecología política no podría
proceder ni fundarse en una conciencia genérica de la especie humana. La
"conciencia ecológica" que emana de la narrativa ecologista como una
noosfera que emerge desde la organización biológica del cuerpo social humano
esa formación discursiva desde la cual la gente habla del amor a la naturaleza,
se conmueve por el cuidado del ambiente y promueve el desarrollo sostenible no
es consistente con bases teóricas ni con visiones y proyectos compartidos por
la humanidad en su conjunto.
Por ello los "tomadores de decisiones"
pueden anteponer la conciencia económica a la de la supervivencia humana y del
planeta, y negar las evidencias científicas sobre el cambio climático; por ello
los principios del desarrollo sostenible (las responsabilidades comunes pero
diferenciadas, el consentimiento previo e informado, el pensar globalmente y
actuar localmente, o el principio de quien contamina paga) se han convertido en
slogans con un limitado efecto en la construcción de una nueva
racionalidad ambiental. El movimiento ambientalista es un campo disperso de
grupos sociales que antes de solidarizarse por un objetivo común, muchas veces
se confrontan, se diferencian y se dispersan tanto por el fraccionamiento de
sus reivindicaciones como por la comprensión y uso de conceptos que definen sus
estrategias políticas.
Para que hubiera una conciencia de especie
sería necesario que la humanidad en su conjunto compartiera la vivencia de una
catástrofe común o de un destino compartido por todo el género humano en
términos equivalentes, como aquella que llevó el silogismo aristotélico sobre
la mortalidad del hombre a una conciencia de sí de la humanidad cuando la
generalización de la peste convirtió el simbolismo del silogismo en experiencia
vivida, transformando la máxima del enunciado en producción de sentido de un
imaginario colectivo (o la que fundó la cultura humana en la prohibición del
incesto y de la cual el simbolismo del complejo de Edipo vino solamente a
convertir en sentido trágico y manifestación literaria una "ley
cultural" vivida, que no fue instaurada ni por Sófocles ni por Freud).
Pues como ha afirmado Lacan (1974/75), del enunciado de Aristóteles "todos
los hombres son mortales" no se desprende el sentido que sólo anidó en la
conciencia una vez que la peste se propagó por Tebas, convirtiéndola en algo
"imaginable" y no sólo una pura forma simbólica, una vez que toda la
sociedad se sintió concernida por la amenaza de una muerte real.
En
la sociedad del riesgo y la inseguridad en que vivimos podemos afirmar que el
imaginario del terror está más concentrado en la realidad de la guerra y la
violencia generalizada que en el peligro inminente de un colapso ecológico.
Pareciera que el holocausto y los genocidios a lo largo de la historia humana
no hubieran sido capaces de anteponer una ética de la vida a los intereses del
poder; menos aún una conciencia que responda efectivamente al riesgo ecológico
o con un imaginario colectivo que reconduzca sus acciones hacia la construcción
de sociedades sustentables. La crisis ambiental que se cierne sobre el mundo
aún se percibe como una premonición catastrofista de una naturaleza que se
presume cada vez más controlada, más que como un riesgo ecológico real para
toda la humanidad. La amenaza que se ha establecido en el imaginario colectivo
y que mantiene pasmado al mundo actual es la del terrorismo que se manifiesta
en un miedo generalizado a la guerra desenfrenada, al holocausto humano, al
derrumbe de reglas básicas de convivencia y de una ética de y para la vida, más
que como la conciencia de la revancha de una naturaleza sometida y
sobreexplotada.
Ciertamente prácticamente todo el mundo
tiene hoy conciencia de problemas ecológicos que afectan su calidad de vida;
pero estos se encuentran fragmentados y segmentados según su especificidad
local. Estos generan una variedad de ambientalismos (Guha y Martínez Alier,
1997), pero no todas las formas y grados de conciencia generan movimientos
sociales. Más bien prevalece lo contrario, y los problemas más generales, como
el calentamiento global, son percibidos desde visiones y concepciones muy
diferentes, desde quienes ven allí la fatalidad de catástrofes naturales hasta
quienes lo entienden como la manifestación de la ley límite de la entropía y el
efecto de la racionalidad económica. El ambientalismo es pues un kaleidoscopio
de teorías, ideologías, estrategias y acciones no unificadas por una conciencia
de especie, salvo por el hecho de que el discurso ecológico ha empezado a
penetrar todas las lenguas y todos los lenguajes, todos los idearios y todos
los imaginarios.
La ley límite de la entropía que
sustentaría desde la ciencia tales previsiones y los desastres
"naturales" que se han desencadenado y proliferado en los últimos
años parecen aún disolver su evidencia en los cálculos de probabilidades, en la
incertidumbre vaga de los acontecimientos, en el corto horizonte de las
evaluaciones y la multiplicidad de criterios en los que se elaboran sus indicadores.
Lo que prevalece es una dispersión de visiones y previsiones sobre la
existencia humana y su relación con la naturaleza, en la que se borran las
fronteras de las conciencias de clase, pero no por ello las diferencias de
conciencias alimentadas por intereses y valores diferenciados, en los que el
principio de diversidad cultural está abriendo un nuevo mosaico de
posicionamientos que impide la visión unitaria para salvar al planeta, a la
biodiversidad y a la especie humana. Cada visión se está convirtiendo en nuevos
derechos que están resquebrajando el marco jurídico prevaleciente, construido
en torno al principio de la individualidad y del derecho privado, de la misma
forma que esos pilares de la racionalidad económica se colapsan frente a lo real
de la naturaleza y los sentidos de la cultura.
Esta recomposición del mundo por la vía de
la diferenciación del ser y del sentido rompe el esquema imaginario de la
interdisciplinariedad, e incluso de un "diálogo de saberes" entendido
como la concertación de intereses diferenciados a través de una racionalidad
comunicativa (Habermas). La conciencia de la crisis ambiental se funda en la
relación del ser con el límite, en el enfrentamiento del todo objetivado del
ente con la nada que alimenta el advenimiento del ser, en la
interconexión de lo real, lo imaginario y lo simbólico que oblitera al sujeto,
que abre el agujero de donde emerge la existencia humana, el ser y su relación
con el saber. El sujeto de la ecología política no es el hombre construido por
la antropología ni el ser-ahí genérico de la fenomenología, sino el ser
propio que ocupa un lugar en el mundo, que construye su mundo de vida como
"producción de existencia" (Lacan, 1974/75): la nada, la falta en ser
y la pulsión de vida que van impulsando y anudando el posible saber en la
producción de la existencia, forjando esa relación del ser y el saber, del ser
con lo sido y lo que aún no es, de una utopía que está más allá de toda
trascendencia prescrita en una evolución ecológica, sea esta orgánica o de una
dialéctica ecologizada de la naturaleza (Bookchin, 1990).
Por Enrique Leff
No hay comentarios:
Publicar un comentario