Que estemos en vísperas de una revolución
global que además se expresa ecológicamente, quiere decir que lo ecológico no
existe políticamente en forma "pura" sino imbricado en un contexto
poblado de conocimientos que no son puramente ecológicos. Pero, a la vez, el
elemento ecológico impurifica a los demás (políticos, económicos) y les da una
connotación que sobrepasa su forma específica, hasta tal punto que lo llamado
específico se convierte en un dato abstracto, imposible de ser ubicado en algún
punto de la realidad.
Ya he
insistido en otros trabajos en que la ecología no es en sí un
discurso (Mires, 1990, p. 35). Más aún; aquí se afirma que ningún discurso es
un "en sí". El discurso no es masque la articulación imbricada de
múltiples formas de referencia a la realidad. De la ecología "en sí"
no hay que esperar nada (Dahl, 1985, pp, 23-43). Su no neutralidad no deviene
de sí misma sino de quienes han decidido reconducirla hacia otros niveles que
no son ecológicos. El discurso es la cadena en donde ha sido encadenada la
ecología. Si la ecología fuera un discurso sólo podrían hablar de ecología los
ecólogos. Esto quiere decir, que la entrada de la ecología en lo político (y
viceversa) es parte de un proceso de múltiples interacciones.
Ahora bien, la articulación de lo
ecológico en un discurso no se dio sólo de modo académico. Tuvo lugar muchas
veces en las calles. En Europa, la formación política ecologista no puede
entenderse sin la constitución de movimientos sociales, en los cuales, sectores
que provenían, en gran medida, de las izquierdas políticas, le dieron un
sentido de protesta en contra de determinadas formas de concentración del
poder. Eso significó además que, gracias precisamente o la "impureza"
del discurso, esos mismos sectores de izquierda entraron en conflicto con su
propio ideario, pues esa izquierda se había formado como tal en los marcos del
industrialismo que los movimientos ecologistas y ambientalistas pretenden
subvertir. En el Partido Verde Alemán, la expresión política más organizada de
los movimientos ecológicos europeos, se dio, y en cierto modo todavía se da, el
conflicto que surge frente a la "impureza" de las luchas ecológicas.
Por un lado, los ecologistas "puros" que entienden lo político como
una reducción a lo puramente ambiental. Una de las muestras del enorme grado de
absurdidez de la "ecología pura" fue el lema electoral del Partido
Verde alemán en los momentos de la reunificación nacional: "Todos hablan
de la nación. Nosotros hablamos del tiempo". Dicho eso, en los momentos en
que era necesario hablar más que
nunca de la reconstitución política-ecológica de la nación. Por otro lado,
tenemos a los "anticapitalistas puros" que ven en lo ecológico sólo
un medio en su lucha contra "el sistema", con lo que no se puede
evitar la impresión de que la defensa del medio ambiente es para ellos sólo un
recurso instrumental para alcanzar objetivos "ajenos" a lo ecológico.
Pero, independientemente de las fracciones fundamentalistas que surgen en
todos los lados, lo cierto es que lo ecológico se da en la realidad de un modo absolutamente
inespecífico.
El discurso en el que en nuestro tiempo ha
sido involucrada la ecología no proviene pues sólo del saber ecológico, sino de
una suerte de permanente contacto transformativo entre muchas formas del saber.
A fin de subrayar la tesis del contacto transformativo en la formación
discursiva de la política ecológica, utilizaré el ejemplo de las relaciones tensas
que se han dado entre dos ciencias, la economía y la ecología que siendo—en su
origen—hermanas, fueron separadas artificialmente la
una de la otra, de modo que muchos han creído observar hoy día una
colisión entre el pensamiento económico y el ecológico (eko, quiere decir
casa en griego. La economía es la administración de la casa —familia,
comunidad, nación—. La ecología es el estudio de la casa). En cambio aquí se
postula que esa colisión no existe sólo fuera, sino también en el interior de
cada una de esas ciencias, pues a través del contacto transformativo, la una sirve
de la otra hasta el punto que, por lo menos hoy día, se hace imposible hablar
de economía sin relación con lo ecológico. Por lo tanto, no habría una colisión
entre ecología y economía, sino entre dos economías: una que incorpora a su
racionalidad la temática ecológica, y otra que, ya no pudiendo ignorarla, la relativiza
o secundariza.
En otras
ocasiones he postulado que en virtud de la inserción del saber ecológico en
el económico se ha hecho necesario realizar una suerte de "Segunda Crítica
a la Economía Política" (Mires, 1990; 1994). La primera fue llevada a cabo
en gran medida por Marx, quien mal polemizar con las ideas de Ricardo, descubrió
que en la valoración de los productos el valor de la fuerza de trabajo era en gran
parte escamoteado, produciéndose un plus-valor que constituía la base de la
ganancia capitalista. Una "Segunda Crítica a la Economía Política"
debería postular que no sólo el valor de la energía humana sino, además, el de la
no-humana, está involucrado en los procesos de valoración. En otras palabras:
se necesita una nueva teoría del valor, lo que supone una nueva teoría del cálculo
económico, que incorpore aquella parte de la "naturaleza muerta" (en
analogía al concepto marxista de "trabajo muerto") contenida en los
procesos de producción. Esto supone a su vez, una revolución teórica sin
precedentes al interior del pensamiento económico moderno. Hay, sin embargo,
una buena noticia: la "Segunda Crítica a la Economía Política" está
siendo realizada, y de una manera colectiva, desde distintos ángulos y por
distintos autores. Los criterios centrales de la Economía Política moderna han
sido cuestionados en su propia esencia. A fin de demostrar esa afirmación,
trataré de precisar los momentos que han llevado a ese cuestionamiento, sin
detenerme, por razones de espacio, en el análisis particular de cada uno de
ellos. Al mismo tiempo trataré de demostrar cómo por medio del contacto
transformativo que se da entre ecología y economía, otras formas del saber han
sido incorporadas al nivel de la reflexión teórica, de modo que las fronteras
que existen metodológicamente entre éstas, se abren, dando origen a un discurso
poblado de unidades interactivas carentes de especificidad absoluta.
El
momento inicial fue sin dudas el del establecimiento de límites en el
crecimiento económico. De ahí la relevancia del primer informe Meadows. Los
límites se daban a su vez no objetivamente, sino en el marco de una relación
entre diversos factores como, por ejemplo, el crecimiento de la población, el
agotamiento de las materias primas y de los llamados recursos naturales, el
incremento tecnológico, y el consecuente indiscriminado aumento de la
productividad.
Que entre los límites, Meadows, y
después muchos otros autores hubieran inscrito en primer lugar el crecimiento
demográfico, ha llevado a acusar al Informe Meadows de maltusiano. Y en efecto,
al amparo del ecologismo, parece tener lugar en el último tiempo un
renacimiento de las teorías de Thomas Robert Malthus (1766-1834) relativas a la
inequivalencia entre el aumento poblacional (geométrico) y el de los alimentos
(aritmético). Sin embargo, no iodo análisis que llame la atención sobre el
crecimiento demográfico es maltusiano.
El
maltusianismo, que es una caricatura del pensamiento de Malthus (como el
marxismo lo es del de Marx), parte de dos premisas. La primera, que el aumento
de la población es la causa primera y final de la crisis económica, La segunda, es
que tendencialmente —de no sobrevenir epidemias, guerras, y desastres, esto es,
factores "autorreguladores"— la población mundial avanza hacia el
precipicio (Kennedy, 1993, p. 51). Hoy en día, hay ecologistas que postulan una
disminución drástica del número de nacimientos a fin de restablecer el
equilibrio entre alimentación y ser humano. A ellos, les contestan los
"sistemistas" que el problema no está en el aumento de la población
sino en el de la distribución de bienes. A éstos responden los eco-maltusianos
que eso significa pensar que los recursos naturales son ilimitados. Los
sistemistas aducen que no se trata de ajustar el ser humano a la capacidad
productiva del sistema, sino al revés. Y la discusión continúa. Es la misma que la del huevo
o la gallina ¿Qué está primero? ¿La disminución de la población o la
distribución de bienes?
Por
supuesto que no es muy moral hablar de la explosión demográfica sin hacer
mención de la "explosión de automóviles". Pero, por otro lado, el
aumento poblacional descontrolado también se vincula con el deterioro
ambiental. Ambos procesos, el aumento poblacional y el aumento de la
producción, no parecen ser sino las dos caras de la misma moneda. Esto quiere
decir que no es posible analizar el tema de la reproducción sin hacerlo con el
de la producción, y viceversa. No es posible tampoco hacerse responsable del
uno, desresponsabilizándose del otro.
Hay diversas formas de limitar la población. Los
chinos demostraron que con un Estado dictatorial es posible prohibir la
existencia de niños. La pregunta en este punto es en qué medida el remedio
resulta peor que la enfermedad, pues convierte en lícito que el Estado
intervenga en lo más íntimo de la esfera privada: la sexualidad. Igualmente, se
ha sabido de casos de activistas maltusianos que en nombre del desarrollo
propician la esterilización de las mujeres. La estupidez se junta en este caso
con la maldad. Los partidarios del neoliberalismo, también recurriendo a
Malthus, nos dirán que el problema no existe, pues tarde o temprano —gracias a
las guerras, y a epidemias como el cólera y el SIDA— la población mundial se
autorregulará (Wölke, 1987, p. 84). La solución no puede ser más absurda. Los
partidarios de la modernidad aducen en cambio, y no sin cierta razón, que
gracias al bienestar alcanzado por la sociedad industrial, la población
disminuirá ya que en un automóvil no caben más de dos hijos, y en los nuevos
apartamentos no más de uno, y si se quiere conservar al perro y al gato,
ninguno.
Sin tratar de establecer una ley
demográfica, sí parece ser cierto que una
precaria integración social contribuye con el aumento poblacional,
aunque no todo aumento poblacional se origina en la falta de integración
social. Integración social supone la aceptación de normas generales, sin
necesidad de coerción. Con la destrucción de múltiples comunidades, la
creciente expulsión de fuerza de trabajo agrícola hacia las ciudades y, en
éstas, la desocupación en masa que ocurre como consecuencia del declive del
modo industrialista de producción, las relaciones sociales entran en un
profundo proceso de deterioro hasta el punto que algunos sociólogos como
Touraine (1985, p. 31) han llegado a proclamar el fin de la sociedad. No
existiendo cohesión social, no hay pautas culturales homogéneas. En lo que se
refiere al tema demográfico, la población no se encuentra en condiciones de
discutir normas regulativas, pues faltan los lugares que lo permitan. En otros términos; la cadena que se
establece entre lo familiar, la comunidad, y el Estado, se encuentra, en muchos
lugares, despedazada; y esa es la cadena que permite, precisamente, hablar de
sociedad en cuanto tal. De este modo, o las organizaciones familiares quedan
libradas a su arbitrio (des-socializadas), o a merced de los respectivos
Estados, y por lo mismo, no es posible una planificación de lo familiar en un
marco más amplio. No puede haber planificación familiar sin
planificación social, y para que esta última sea posible, se necesita, lógicamente,
que exista algo parecido a una sociedad.
Por Fernando Mires. Extraído
de la Revolución Que Nadie Soñó, o la otra posmodernidad.
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