lunes, 7 de noviembre de 2011

La ecología política y el siglo XXI


La “ecología política” pretende traducir al campo político los múltiples aspectos y realidades que engloba el término ecología. Como se ha repetido hasta la saciedad, la palabra ecología se remonta a las raíces griegas oikos (casa) y “logie” (estudios metódicos del ¿para hacer qué?). Generalizado en los últimos decenios del siglo XIX, el término ecología adopta el sentido de “la organización más satisfactoria de nuestra casa Tierra, en sus relaciones con la Naturaleza que la rodea”. La ecología tiene de excepcional el haber sido una ciencia y haber pasado a ser un asunto político y ético de mayor importancia.


Hacia una ciencia de la biosfera
En la historia más o menos lejana de la humanidad se puede encontrar tal o cual referencia a “una economía de la Tierra habitada por los seres vivos”. De hecho, podemos situar el inicio de una ecología científica moderna con Haeckel, en 1866. Siguiendo los pasos de los naturalistas (Bufón, Lamarck, Humboldt, Darwin...), Haeckel, naturalista alemán, estudia con gran atención “las interacciones entre los organismos vivos y su entorno”. La ecología científica había nacido. Este concepto de entorno se abre rápidamente a nociones como biotopo (el medio geofísico), biocenosis (el conjunto de las interacciones entre los seres vivos), de nichos ecológicos (pequeñas comunidades tópicas donde se tejen innombrables interacciones entre los seres vivos que las habitan).

La emergencia de la noción de ecosistema (Tansley, 1935) constituye una etapa superior: “Las interacciones entre organismos vivos, conjugándose con las coacciones y las posibilidades que suministra el biotopo físico (y retroactuando sobre éste), organizan precisamente el entorno en sistema”.Esta ecología científica no es solamente biológica; se trata, por excelencia, de una “nueva ciencia interdisciplinar”, que se ha situado rápidamente en la encrucijada de las ciencias de la vida y de las ciencias de la tierra. Estudia los sistemas naturales a escalas espaciales y temporales muy diferentes, con una jerarquía de complejidad que integra todos los ecosistemas en un inmenso sistema geobioquímico. La ecología científica se desarrolla por la intersección de numerosas disciplinas científicas: la geografía, la meteorología, la botánica, la fisiología, la zoología, la microbiología, la geoquímica...

En los primeros decenios del siglo XX, los trabajos fundamentales del sabio ruso Vladimir Vernadsky, de Alfred Lokta, de Edouard Suess, y posteriormente de sus discípulos de la Universidad de Yale en Estados Unidos (Hutchinson, los hermanos Odum...), condujeron, después de la Segunda Guerra Mundial, a aproximaciones más globales: la ecología científica es una ciencia de la biosfera, “sistema ecológico total que hace de la Tierra, quizás, el único planeta vivo en el sistema solar”. Una aproximación así se encuentra estrechamente ligada al paradigma energético resultante de la termodinámica: se estudia el conjunto constituido por la energética de la Tierra (con su sistema climático global) y de la biosfera. Por otro lado, la comunidad científica emprende después de 1980 el “Programa internacional geoesfera-biosfera” (Global Change), así como el “Programa climatológico mundial”.

En la segunda mitad del siglo pasado, personas con las más diversas responsabilidades declaran que nosotros, los seres humanos, somos de la Naturaleza y estamos en la Naturaleza, a la vez que entienden con mayor claridad que la Naturaleza no se nos ha “dado” a los humanos: el crecimiento demográfico brutal y general, así como la explosión de las actividades industriales en las sociedades productivistas de Occidente, ponen en peligro las regulaciones de la biosfera que permiten la habitabilidad misma de la humanidad sobre el planeta Tierra. Se precisan importantes envites: el agua, el aire y la energía pasan a ser responsabilidades humanas.

La coevolución entre las actividades cotidianas de las sociedades humanas y la biosfera se presenta como una necesidad imperiosa. Desde 1970, Nicholas Georgescu-Roegen llama la atención sobre estas relaciones incuestionables, seguido por otros economistas como Herman Daly en Estados Unidos y René Passet en Europa (1979). Al mismo tiempo se desarrollan una serie de reflexiones múltiples sobre temas conexos: la relación naturaleza-cultura, en SergeMoscovici, Edgar Morin, IvanIllich, Teddy Goldsmith; las aplicaciones de los datos de la teoría de sistemas, en Rapoport, Joel de Rosnay; críticas sobre una visión hegemónica de la ciencia y de la tecnología, en Jacques Ellul, Bernard Charbonneau. Además, los trabajos sobre la ecología científica continúan, por ejemplo en Francia, con François Ramade, así como se consolida la afirmación del concepto de “ecosistema global de la biosfera”, en particular por Jacques Grinevald. Pero la ecología científica remite cada vez más hacia una interrogación general de lo social y de lo político y a una revolución de las mentalidades.

La poderosa emergencia de la ecología política
La intimidad de la pareja ecología científica-economía se impone. En Europa, el Club de Roma, René Dumont, ArmandPetitjean y otros participan, con dosis de incertidumbre, en discusiones sobre lo que va a llamarse el “desarrollo”. Aunque es cierto que a esta noción de desarrollo se le van añadiendo los adjetivos de sostenible, de humano, más tarde, lo prioritario hasta hoy es habilitar de la mejor manera posible el himno general al Crecimiento apto para servir a Occidente, hasta el punto de que ha generado un debate profundo sobre la necesidad, vista por algunos, de “debilitar el desarrollo”, es decir, de instaurar un “decrecimiento convivencial”. Sea lo que sea, desde el final de los Treinta Gloriosos, hacia 1970, asistimos a la poderosa emergencia de una ecología política, centrada sobre un cuestionamiento de los modos de producción, de consumo e, incluso, de vida supuestos por un productivismo sistemático, un crecimiento cuantitativo a cualquier precio, un despilfarro sin freno que ponen en peligro nuestra relación con la biosfera. Paralelamente, la ecología política se ve azotada por las reacciones ofuscadas de los humanos, inconscientes ante el saqueo del planeta por el sistema industrial y la rápida degradación de los recursos naturales más elementales.

Hoy se está expresando una “ecología ciudadana” a través de aquellos que se oponen al envenenamiento de los ríos, al destrozo de los bosques, al pulular de los residuos (en primer lugar los residuos nucleares). En Europa, pensadores como André Gorz, Jean-Paul Deléage, Alain Lipietz, Wolfgang Sachs y otros, reclaman importantes transformaciones en el terreno de los transportes, del urbanismo, de las formas de trabajo, es decir, de los principales mecanismos de la sociedad productivista de mercado.

El economicismo salvaje de finales del siglo XX, ligado al ascenso fulgurante de un ultraliberalismo que se apoya sobre las capacidades de la tecnociencia, ha agravado las protestas de gran parte de la opinión pública, preocupada por las transformaciones climáticas, el efecto invernadero, la desaparición de la biodiversidad de las diferentes especies animales y vegetales, las “contaminaciones globales” (y sus repercusiones alimenticias y sanitarias), etc.

También en otro ámbito se está produciendo un ascenso que no puede separarse de la ecología política. Nuestra “responsabilidad” hacia la Naturaleza no está separada de nuestras relaciones hacia los otros; por el contrario, se encuentra directamente ligada a nuestros comportamientos individuales y sociales. Esta realidad nos lleva a reexaminar las cuestiones clave de dominación y de jerarquía entre los individuos, sexos, razas y edades: ¿cómo refrenar nuestra voluntad de poder y de disfrute inmediato que a lo largo de los siglos nos ha conducido a la agresividad y al despilfarro?¿Cómo cambiar las mentalidades de los humanos hacia un nuevo estilo de vida, donde primen la solidaridad, el intercambio, la alteridad, el compartir, la concertación, la simbiosis? Ahí se encuentra la relación entre la ecología política con las interrogaciones filosóficas y éticas renovadas. Gregory Bateson, Edgar Morin y Félix Guattari reflexionan sobre una “ecología del espíritu” y una “ecología cognitiva”. Éste último propuso durante los años 90 la perspectiva de la ecosofía: “Una ecosofía, es decir, una perspectiva que incluya las dimensiones éticas y que articule entre ellas el conjunto de las ecologías científicas, políticas, medioambientales, sociales y mentales. Esta ecosofía está llamada, quizás, a sustituir a las viejas ideologías que sectorializaban de forma abusiva lo social, lo privado y lo civil, y que eran incapaces de establecer la unión entre la política, la ética y la estética”.

Edgar Morin detalla lo que sería una “política de civilización”. La ecología política, de múltiples raíces, aparece ante muchos en Occidente como una ideología grata y abierta, capaz de orientar la marcha general de una mundialización “con rostro humano” y de salvar el foso Norte-Sur que se profundiza todos los días. La ecología política se opone a los rostros aterradores de las ideologías totalitarias, comunistas y fascistas, del siglo XX en Europa, a los nacionalismos identitarios, a las sectas religiosas y, sobre todo hoy, al ultraliberalismo económico. A pesar de que han surgido en diferentes países partidos ecologistas, agrupamientos cívicos democráticos y ecológicos, el recorrido de esta evolución parece muy lento, en particular en una sociedad occidental siempre bajo la presión de lo inmediato. Es difícil hacer evolucionar la opinión de los pueblos hacia “otro mundo”. Desgraciadamente, la ecología política no ha sabido ver, comprender y aprehender, como debería, las dos mutaciones que trastocan la entrada en el siglo XXI: la explosión de la era de la información y la apuesta por una democracia cívica y ética.

Dos imperativos para la ecología política del siglo XXI
Si la ecología política quiere asumir un papel más importante para el siglo XXI, necesita, en primer lugar, aprehender en su especificidad la gran mutación que significa el nacimiento de la era de la información, que se desarrolla en paralelo a la era energética que, desde el neolítico, ha dirigido la transformación de la materia por las invenciones y las acciones de los humanos. Particularmente en Occidente, la utilización de fuentes energéticas cada vez más poderosas (desde la energía muscular a la  nuclear) ha dirigido las transformaciones de la materia en continua progresión. Hoy en día, con la entrada en la era de la información no asistimos, como algunos enuncian, a una tercera revolución industrial de la era energética, sino a una verdadera mutación que afecta a los cimientos de la humanidad.

Desde los años 40, decisivas investigaciones en el terreno militar y sus “repercusiones organizativas” hicieron que los humanos fueran capaces de comprender y tratar (computar) una magnitud física desconocida hasta entonces, que acompaña las circunstancias (las situaciones) de la materia desde su evolución en el espacio y en el tiempo. Dicha magnitud, desprovista de sentido pero mensurable, se ha convertido en bits. Estas investigaciones coronaron los trabajos premonitorios de otros científicos como el teórico de los juegos Von Neumann o los cibernéticos Norbert Wiener y Heinz Von Förster.

Esta información, entendida como magnitud física, levanta las incertidumbres sobre un gran número de características que los seres humanos trataron siempre de discernir en la materia (inanimada o viva), y entraña otros poderes considerables: mediante agudos algoritmos, es capaz de constituir un programa de mando informatizado que, introducido en máquinas adaptadas a la transmisión de información, puede dirigir ordenadores, robots, telecomunicaciones digitales, acciones sobre la producción de procesos vitales...

El paso dado es revolucionario. Wiener lo reconoce: “La información no es la masa ni la energía, es la información”. Y K.F.Boulding, que preside la Academia de las Ciencias de Nueva York, afirmaba en 1952: “La información es la tercera dimensión fundamental más allá de la masa y de la energía”.

Desgraciadamente, Claude Elwood Shannon y Weaver, que establecieron las bases matemáticas de estos datos y elaboraron la primera teoría sobre este nuevo concepto, lo denominaron “información”. La confusión ganó rápidamente los espíritus, que no entendieron el hecho importante de que se trataba de una magnitud física carente de sentido y se mantuvo su uso corriente en la conversación: informar (se). Se confunde alegremente la información con la comunicación. Se compara la información con innovaciones históricas como la escritura o la imprenta. La confusión se amplía por el hecho de que las tecnologías, nacidas del concepto de información, dan lugar a progresos gigantescos en el campo de las comunicaciones entre los seres humanos. Y aunque se publican otros trabajos fundamentales sobre el mismo concepto de información -en Francia los del físico LéonBrillouin, los del biofísico Henri Atlan, o del biólogo Henri Laborit-, el interés de los responsables económicos, sociales y políticos se centra sobre las tecnologías que derivan del concepto de información. Éstas se desarrollan a gran velocidad, con consecuencias todavía incalculables, pues en tres o cuatro decenios la informática, la robótica, las telecomunicaciones digitales, las biotecnologías, en resumen, todas las tecnologías que funcionan sobre las bases de una transmisión de información mensurable, transforman las sociedades industrializadas de Occidente.

Las especificidades de la era energética lo trastocan todo. Recordemos los principales elementos de esta mutación:
- Por vez primera, los humanos tratan a la materia y a los objetos que ellos fabrican por medio de códigos, de memorias, de señales, asociadas a lenguajes. Las manipulaciones de la materia se realizan cada vez menos a través de medios materiales, pues se usan medios inmateriales con gastos mínimos de energía.
- Las reglas de intercambio de bienes y servicios entre los seres humanos se metamorfosean: en la era energética el reparto de un bien se efectúa por separación de ese bien en varias partes; en la era de la información, la totalidad de la información transmitida es conservada por cada uno.
- Las tecnologías de la información, duplicables con bajo coste energético, inauguran un mundo inédito de reproductibilidad casi gratuita de numerosos bienes y servicios (por ejemplo, tratamiento de textos, creación musical o semillas agrícolas...).
- Estas tecnologías se despliegan en red. La naturaleza de estas redes transforma las relaciones estructurales de producción, las relaciones de poder, las relaciones entre los usuarios. La invención de códigos culturales depende, sin embargo, de las capacidades tecnológicas de los individuos, de los grupos, de las sociedades y de su destreza en estas tecnologías.
- Estas tecnologías alteran las nociones del espacio y del tiempo tal y como se percibían en la era energética. Al espacio hasta ahora recorrido por los seres humanos se suma un espacio de flujos permanentes, difíciles de apreciar. El tiempo se ha plegado simultáneamente sobre lo instantáneo (mercados financieros) como sobre una discontinuidad aleatoria (hipertexto).
- Una de las especificidades de estas tecnologías de la información reside en su enlace con la automatización de máquinas desarrolladas en las sociedades industriales energéticas (mecánica, textil, química...). La informatización, cuando se implica en estos procesos, produce a amplia escala bienes, objetos y servicios requiriendo para ello menos trabajo humano y menos tiempo.

Otras especificidades de las tecnologías de la información son:
- Su tendencia natural a la miniaturización, lo que abre las puertas a las nanotecnologías del mañana.
- Sus interacciones y sus efectos que la hacen inseparable de la ciencia fundamental (la ciencia para comprender), y conduce a orientaciones ligadas a la tecnociencia (la ciencia para actuar sobre el medioambiente de las sociedades). Cuando esta tecnociencia se encuentra bajo la dependencia de los mecanismos del mercado, tiende a dirigir la investigación fundamental hacia la mercantilización del mundo.

La economía de mercado en la era de la información
En las sociedades occidentales de finales del siglo XX asistimos al encaje directo de estas especificidades de las tecnologías de la información sobre una economía capitalista de mercado ligada a los mecanismos energéticos, en pleno ascenso dentro de la perspectiva del ultraliberalismo económico. Aún hoy es difícil hacer ver esta realidad: la economía de mercado, que controla las reglas del juego, no facilita la extensión de las tecnologías de la información. ¿Cómo no darse cuenta de las consecuencias, hoy patentes, de la incomprensión del significado de la mutación informacional? El economicismo, convertido en el principal generador de sentido en la sociedad, sólo administra el crecimiento económico, sin reparto, provocando una enorme caída en la creación de empleos. Favorece, exageradamente, la fractura entre los ganadores y los perdedores, lo que es agravado por una financiarización extendida a todo el planeta.

Después de la mercantilización del trabajo, de la tierra, de la moneda, que hubiera debido (¿o podido?) evitarse (como bien demuestra Karl Polanyi), ahora la economía mercantil se apodera de otros sectores que serán pervertidos por el mercado: la educación, la sanidad, el deporte, la cultura... La experiencia vivida por cada uno es banalizada, estandarizada, dirigida. La importancia del dinero se ha convertido en decisiva y la corrupción generalizada favorece a las mafias que se apoderan de terrenos clave: armas, drogas, agua potable, migraciones e, incluso, de los cuerpos... Las inauditas desigualdades sociales, económicas, financieras y culturales, la exacerbación de una competitividad encarnizada entre los Estados y entre los individuos, el foso que se amplía sin tregua entre el Norte y el Sur, generan una escalada generalizada de la violencia, agravada por el uso creciente de las drogas más diversas.

En resumen, la economía mercantil ha creado una mundialización salvaje, no regulable por los mecanismos económicos tradicionales. Asimismo, segrega tremendas amenazas ecológicas que no podrán ser detenidas durante algunos años. Esta intrusión de la era de la información con sus tecnologías inéditas es soberbiamente ignorada e incomprendida en su significado profundo, no menos por parte de la ecología política que por la socialdemocracia o el economismo liberal. Es sintomático ver que el reciente número de L’Écologiste sobre el “desarrollo a derrotar” tampoco toma en cuenta este paso decisivo de nuestro tiempo.

No obstante, lo que parece decisivo es que si la ecología política se apropiara de esta mutación informacional, reforzaría sus perspectivas y podría ser capaz de proponer la construcción de otro mundo posible. Sería más fácilmente sustituible la economía capitalista de mercado por una economía plural (con mercado y sin mercado), que respetara varias lógicas económicas, utilizando, además del PIB, indicadores de riqueza cualitativos y monedas plurales. En asuntos como el agua, el aire, el genoma y, claro está, el conocimiento, la creación de “bienes del patrimonio común de la humanidad”, sería visto como una acertada necesidad. Construyendo un modelo ecológico, no productivista, que elimine el consumo a todo gas y el despilfarro generalizado, nos podríamos reconciliar con la Naturaleza sin hipotecar el bienestar de nuestros descendientes. La búsqueda de una mejor calidad de vida, de un nuevo arte de vivir y de morir sería más fácil. Asimismo sería posible, mediante una educación apropiada, la cultura de la complejidad. El tiempo liberado, gracias a las capacidades inéditas de producción a gran escala de bienes y servicios que permite las tecnologías de la información, serviría para la conquista de nuestra autonomía. La extensión de lo relacional, marca distintiva de las tecnologías informacionales de la comunicación, permitiría la realización personal en el marco del progreso colectivo. Los portavoces de la ecología política ante los ciudadanos de todos los continentes se limitan, con demasiada frecuencia, a propuestas sectoriales sobre el medio ambiente. Sin embargo, tienen a su disposición un verdadero bulevar lleno de argumentos.

Además, es necesario que la ecología política asuma una segunda necesidad: elaborar propuestas concretas para instaurar una ciudadanía y una democracia ética y planetaria. Tal actitud exige aportar respuestas a dos cuestiones centrales en interacción: ¿cuáles son las condiciones necesarias de funcionamiento de las sociedades que permitan el completo desarrollo de las personas que la componen?¿Cuáles son las condiciones de funcionamiento personal que permitan la emergencia de sociedades más humanas? En suma, cómo modificar los comportamientos y las mentalidades de cada uno, cómo reinventar prácticas sociales para devolver a la humanidad el sentido de su responsabilidad, no solamente para su supervivencia, sino para preservar el futuro de la vida sobre el planeta, tanto para las especies animales y vegetales como para las artes, la cultura, la relación con el tiempo o el sentimiento de pertenencia al cosmos.

Nos encontramos ante una verdadera “polución mental”, de una humanidad que no quiere saber nada que la pueda molestar, ni tomar en cuenta nada de lo que la amenaza. El economicismo dominante ha marcado los modos de dominación en la cabeza y en el corazón de los individuos, en el centro de su vida personal. Carrera contra el tiempo, culto al beneficio, competitividad exacerbada bajo el pretexto de la rentabilidad, emergencia de nuevos miedos, deficiente calidad de vida en todos los aspectos, esos son los signos evidentes.

En nuestras propias redes y asociaciones ¡cuánta basura debida a las querellas intestinas, a las luchas de poder y a los apetitos personales!El objetivo se encuentra no solamente en la reconciliación con la Naturaleza, sino en volver a poner a los humanos en el centro de lo económico, lo social, lo cultural y lo político. El respeto por la diversidad, es decir, la idea de pluralidad tiene que situarse en el centro del proyecto político a desarrollar. Quien dice pluralidad dice alteridad; no estamos ni educados ni preparados para eso. “Ser responsables de la responsabilidad del otro” según la fórmula de Levinas, no significa un abandono a las ilusiones idealistas; la pobreza, la explotación del Tercer Mundo subsisten y hacen necesarias las luchas activas. Pero una ecología política adaptada al mundo actual tiene que estar asociada a la democracia, a una democracia a la vez representativa y participativa.

Para que hoy sea creíble debe situarse a nivel planetario y progresar al mismo tiempo en los niveles locales y de proximidad. Portadora de sentido, de justicia y de responsabilidad, la ecología política se halla recorrida por las grandes tradiciones éticas y espirituales. “Hacer la política de otra manera” es abandonar los comportamientos de dominación y de jerarquía. No olvidemos que han existido grandes tentativas de transformación social y política que desembocaron en derivas monstruosas. Es necesario, pues, que la ecología política favorezca las transformaciones personales educando a cada uno en la autonomía y en la complejidad, pues como lo subraya Edgar Morin: “¿Cómo podemos soñar con mejorar de forma duradera las relaciones a nivel planetario si no somos capaces de transformar nuestras relaciones individuales, y, por lo tanto, de transformarnos nosotros mismos?”

Utilizando las redes de información, de intercambio y de comunicación, lo que nos permiten las tecnologías de la información, una ecología política del siglo XXI podría, sin dejarnos paralizar por la presión de las catástrofes, sustituir nuestras sociedades habitadas por el miedo, la angustia, el individualismo y el egoísmo, por otras culturas orientadas hacia la emulación, el reparto, la alteridad, la fraternidad y la alegría. Tenemos la necesidad de fijar otra mirada sobre lo que constituye nuestro interés en este mundo. La urgencia parece extrema.

Por Jaques Robin, fundador de TRANSVERSALES SCIENCE CULTURE. Artículo publicado en TRANSVERSALES SCIENCE CULTURE 1, nueva serie, primer trimestre 2002.

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