sábado, 12 de noviembre de 2011

La Revolución Ecológica (Parte I: Un palimpsesto de nuestro tiempo)



A continuación se extrae para ustedes una de las lecturas, que ha consideración nuestra debería ser obligatoria si se quisiera entender el contexto actual en el que se esta viviendo. Fernando Mires, un ensayista chileno, nos expresa muy bien esos cambios revolucionarios que la sociedad de hoy está viviendo; que todos sentimos y palpamos. La Revolución que nadie soñó o la otra posmodernidad, cuenta con cinco capítulos, quisimos traer para ustedes el capítulo tres: La Revolución Ecológica.

    Cada acontecimiento histórico produce sus signos. Muchos signos de nuestro tiempo se encuentran en aquellos documentos cifrados de la modernidad que son los libros, "La revolución que nadie sonó" también posee signos que ya son documentos, y documentos que ya son libros.

     En 1992, el entonces senador norteamericano —y actual vicepresidente de Estados Unidos— Al Gore, publicó un libro lleno de signos titulado Earth in the Balance. Ecology and Human Spirit (1994). Ese libro ha llegado a ser un hit editorial, y sin duda —para arqueólogos de futuros milenios (suponiendo que la especie humana sobreviva a algunos pronósticos contenidos en ese mismo libro)— será un documento histórico quizás más decisivo que Los límites del crecimiento, publicado en 1972 por El Club de Roma, o que el Fin de la historia, de Fukujama. Con deliberada exageración podría afirmarse que representa una especie de Perestroika de Occidente.

     Sin negar los indudables méritos literarios, filosóficos, e incluso científicos del texto señalado, es evidente que gran parte de su importancia histórica resido en el propio autor. Pues, que un vicepresidente de Estados Unidos, que no es precisa­mente el país más ecológico de la tierra, escriba un libro acerca de las relaciones entre la naturaleza y el espíritu humano, es algo que hay que tomar en serio. El pensamiento ecologista después de ser, cuando no vilipendiado, ignorado, parece, definitivamente, haber llegado a las más altas esferas, del mismo modo como cuando el cristianismo hizo su entrada triunfal después de haber habitado largo tiempo en las catacumbas, hasta alcanzar a los propios personeros del Estado.

Un palimpsesto de nuestro tiempo
No estoy muy seguro de si en la futura historiografía relativa a nuestra "antigüedad", a Al Gore le estará reservado el rol de Teodosio o Constantino. En cambio, si estoy seguro de que la articulación discursiva condensada en estilos de pensamiento ecológicos parece, efectivamente, hacer su entrada triunfal en los salones del Estado, Al Gore lo demuestra, y de una manera contundente. Lejos están los tiempos en que la palabra ecología sólo la conocían algunos biólogos.

     Después de larguísimas discusiones, las tesis que plantean como condición de la sobrevivencia humana la defensa de la naturaleza, han pasado a ser códigos indispensables del pensar político. Hasta el político más industrialista se siente obligado hoya incluir en algún punto de su programa conceptos como medio ambiente, ecología, o simplemente naturaleza. Una política que no recurra a la ecología parece ser tan impensable como una que en el pasado no hubiese recurrido a la economía.

     Pero no son sólo las cavilaciones eco-filosóficas de Al Gore las que marcan un quiebre teórico en los discursos políticos, sino el hecho de que éstas alcanzan en su libro una dimensión programática expresada en lo que él llama un Plan Marshall para salvar el planeta, tarea que a su juicio nos incluye a todos en tanto que somos ciudadanos de la misma tierra. Por primera vez, y ésta parece ser una opinión cada vez más generalizada, la humanidad se enfrenta a una tarea común que implica, para ser realizada, una verdadera revolución que abarca todos los niveles de la existencia (Gore, 1994, p, 20). Pero no se trata, a su juicio, de un proyecto puramente organizativo a ser realizado por determinados Estados, aunque efectivamente Al Gore compromete como principales ejecutores de la revolución ecológica a los países más industrializados y dentro de ellos, en primer lugar a Estados Unidos, dada la responsabilidad que le incumbe en la destrucción ecológica (ibíd., p. 318), sino que involucra también el alma misma de cada individuo pues es ahí donde ha anidado la lógica que ha hecho posible que, sobre otros principios éticos y políticos, se haya impuesto el de la destructibilidad. La destructibilidad frente a la naturaleza sería, en este sentido, una expresión más de una destructibilidad inter-social, y, no por último, inter-humana. La revolución que él propone no es por lo tanto sólo ecológica, sino una revolución integral que se expresaría ecológicamente. La ecología, en el discurso de Al Gore, es uno de los más decisivos puntos en la transformación radical de las lógicas de acción que hasta entonces vienen rigiendo el curso de la historia humana.

     Las bases de la teoría político-ecológica de Al Gore son antropológicas, Según su opinión, las relaciones agresivas que mantenernos con el medio ambiente son producto de un desequilibrio existencial entre ser humano y contorno natural. A su vez, ese desequilibrio opera como consecuencia de una disociación entre personas y naturaleza. Esa disociación, al producir relaciones de desequilibrio con el medio ambiente, al ser interiorizada, se traduce en una disociación espiritual o psíquica. "Por eso estoy convencido", escribe, "de que la restauración del equilibrio ecológico de la Tierra depende de algo más que de nuestra capacidad para  restablecer una equivalencia entre la enorme avidez de la civilización en búsqueda de recursos, y el frágil equilibrio de la Tierra; eso depende además de nuestra capacidad para restablecer el equilibrio entre nosotros mismos y la civilización. Por último, debemos reencontrar el equilibrio en nosotros mismos, entre lo que somos y lo que hacemos" (ibíd., pp. 24-25).

     Precisamente apelando a algunas tesis psicológicas relativas a las llamadas "familias disfuncionales", que son las que no se encuentran en condiciones de formar a sus miembros de acuerdo con las pautas de la normatividad social imperante, Al Gore entiende la sociedad moderna también como disfuncional, pues ésta no se encuentra en condiciones de integrar a sus miembros, ya que dicha civilización se basa en una realidad escindida (naturaleza/sociedad). La desvinculación producida entre seres humanos y contorno natural, determina un comportamiento agresivo respecto de todo lo que provenga o tenga que ver con el mundo natural. Una de las formas más notorias de esa agresividad es el consumo desenfrenado. A través dejos productos que consumimos, transformamos la realidad en objeto pasivo. La naturaleza es reducida así al papel de simple recurso, al servicio de nuestras ambiciones, deseos y lujurias. En consecuencia, la civilización moderna, para Al Gore, está psíquicamente enferma y por eso mismo, muchos de sus miembros; ni siquiera captan la profundidad de la enfermedad que los afecta. “Como los miembros de una familia disfuncional que se anestesian emocionalmente frente al dolor, que de todas maneras sienten, nuestra civilización disfuncional ha desarrollado una anestesia, que nos preserva del dolor de nuestra disociación respecto a la Tierra" (ibíd., p, 237). De este modo, es la conclusión que puede ser extraída de las tesis antropológicas de Al Gore, experimentamos una suerte de triple separación: entre nosotros y la naturaleza, entre nosotros y la sociedad, y dentro de nosotros mismos (ibíd., p. 255).

     Hecho tal diagnóstico, Gore propone la terapia correspondiente: restaurar las relaciones de equilibrio, mediante la superación de la escisión producida entre los seres humanos con respecto a su ambiente. La ecología se transforma en un medio que hace posible esta integración; el camino que permite resolver la disfuncionalidad vital de nuestra civilización.


Por Fernando Mires. Extraído de la Revolución Que Nadie Soñó, o la otra posmodernidad.

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