La
diferencia es siempre una diferencia radical; está fundada en una raíz cuyo
proceso y destino es diversificarse, ramificarse, reedificarse. El pensamiento
de la diferencia es el proyecto de desconstrucción del pensamiento unitario,
aquel que busca acomodar la diversidad a la universalidad y someter lo
heterogéneo a la medida de un equivalente universal, cerrar el círculo de las
ciencias en una unidad del conocimiento, reducir las variedades ontológicas a
sus homologías estructurales y encasillar las ideas dentro de un pensamiento
único. La ecología política enraíza el trabajo teórico de desconstrucción del
logos en el campo político, donde no basta reconocer la existencia de la
diversidad cultural, de los saberes tradicionales, de los derechos indígenas,
para luego intentar resolver el conflicto que emana de sus diferentes formas de
valorización de la naturaleza por la vía del mercado y sus compensaciones de
costos.
Hablamos de ecología política, pero
habremos de comprender que la ecología no es política en sí. Las relaciones
entre seres vivos y naturaleza, las cadenas tróficas, las territorialidades de
las especies, incluso las relaciones de depredación y dominación, no son
políticas en ningún sentido. Si la política es llevada al territorio de la
ecología es como respuesta al hecho de que la organización ecosistémica de la
naturaleza ha sido negada y externalizada del campo de la economía y de las
ciencias sociales. Las relaciones de poder emergen y se configuran en el orden
simbólico y del deseo del ser humano, en su diferencia radical con los otros
seres vivos que son objeto de la ecología.
Desde esta perspectiva, al referirse a las
"ecologías de la diferencia", Escobar pone el acento en la noción de
"distribución cultural", como los conflictos que emergen de
diferentes significados culturales, pues "el poder habita a los
significados y los significados son la fuente del poder" (Escobar, 2000,
p. 9). Pero si bien el poder se moviliza por medio de estrategias discursivas,
la "distribución cultural" no surge del hecho de que los significados
sean directamente fuentes de poder, sino de las estrategias discursivas que
generan los movimientos por la reivindicación de sus valores culturales, es
decir, en los procesos de legitimación de los significados culturales como
derechos humanos. Pues es por la vía de los derechos (humanos) que los valores
culturales entran en el juego y el campo del poder establecido por los
"derechos del mercado".
Pero, en realidad la noción de
distribución cultural puede llegar a ser tan falaz como la de distribución
ecológica cuando se le somete a un proceso de homologación y homogeneización.
La inconmensurabilidad no sólo se da en la diferencia entre economía, ecología
y cultura, sino dentro del propio orden cultural, donde no existen
equivalencias entre significaciones diferenciadas. La distribución siempre
apela a una materia homogénea: el ingreso, la riqueza, la naturaleza, la
cultura, el poder. Pero el ser que funda los derechos es esencialmente
heterogéneo, en el sentido de que implica pasar del concepto genérico del ser y
del ser ahí heideggeriano, aún herederos de una ontología
existencialista esencialista y universal, a pensar la política de la diferencia
como derechos del ser cultural, específico y localizado.
La ecología política en América Latina
está operando así un proceso similar al que Marx realizó con el idealismo
hegeliano, al "poner sobre sus pies" a la filosofía de la
posmodernidad (Heidegger, Derrida), al volver al Ser y a la diferencia en la sustancia
de una ecología política. La esencial diversidad del orden simbólico y cultural
se convierte en la materia de la política de la diferencia.
Pero la diferencia de valores y visiones
culturales no se convierte por derecho propio en fuerza política. La
legitimación de esa diferencia que le da valor y poder, proviene de una suerte
de efectos de saturación de la homogeneización forzada de la vida inducida por
el pensamiento metafísico y la racionalidad modernizante. Es de la resistencia
del ser al dominio de la homogeneidad hegemónica, de la cosificación
objetivante, de la igualdad inequitativa, que surge la diferencia por el
encuentro con la otredad, en la confrontación de la racionalidad dominante con
lo que le es externo y con aquello que excluye, rompiendo con la identidad de
la igualdad y la unidad de lo universal. De esa tensión se establece el campo
de poder de la ecología política, de la demarcación del pensamiento único y la
razón unidimensional, para valorar la diferencia del ser y convertirlo en un
campo de fuerzas políticas.
Hoy es posible afirmar que "las
luchas por la diferencia cultural, las identidades étnicas y las autonomías
locales sobre el territorio y los recursos están contribuyendo a definir la
agenda de los conflictos ambientales más allá del campo económico y
ecológico", reivindicando las "formas étnicas de alteridad
comprometidas con la justicia social y la igualdad en la diferencia"
(Escobar, 2000, p. 6, 13). Esta reivindicación no reclama una esencia étnica ni
derechos fincados en el principio jurídico y metafísico del individuo, sino en
el derecho del ser, que incluye tanto los valores intrínsecos de la naturaleza
como los derechos humanos diferenciados culturalmente, incluyendo el derecho a
disentir de los sentidos preestablecidos y legitimados por poderes hegemónicos.
La política de la diferencia no sólo
implica diferenciar criterios, opiniones y posiciones. También hay que
entenderla en el sentido que asigna Derrida (1989) a la diferancia, que
no sólo establece la diferencia en el aquí y el ahora, sino que la abre al
tiempo, al devenir, al advenimiento de lo impensado y lo inexistente. En este
sentido, frente al cierre de la historia en torno al cerco del pensamiento
único y del mercado globalizado, la política de la diferencia abre la historia
hacia la utopía de la construcción de sociedades sustentables diferenciadas. El
derecho a diferir en el tiempo abre el sentido del ser que construye en el
tiempo aquello que es potencialmente posible desde lo real y del deseo,
"lo que aún no es" (Levinas, 1977).
La ecología política reconoce en el
ambientalismo luchas de poder por la distribución de bienes materiales (valores
de uso), pero sobre todo de valores-significaciones asignadas a los bienes,
necesidades, ideales, deseos y formas de existencia que definen los procesos de
adaptación / transformación de los grupos culturales a la naturaleza. No se
trata pues de un problema de inconmensurabilidad de bienes-objeto, sino de
identidades-valoraciones diferenciadas por formas culturales de significación,
tanto de la naturaleza como de la existencia misma. Esto está llevando a
imaginar y construir estrategias de poder capaces de vincular y fortalecer un
frente común de luchas políticas diferenciadas en la vía de la construcción de
un mundo diverso guiado por una racionalidad ambiental (hibridación de diversas
racionalidades) y una política de la diferencia. De ese otro mundo posible por
el que claman las voces del Foro Social Mundial; de otro mundo donde quepan
muchos mundos (Sub-comandante Marcos).
Las
reivindicaciones por la igualdad en el contexto de los derechos humanos
genéricos del hombre, y sus aplicaciones jurídicas a través de los derechos
individuales, son incapaces de asumir este principio político de la diferencia
que reclama un lugar propio dentro de una cultura de la diversidad, pues como
afirma Escobar, Ya no es el caso de que uno pueda contestar la desposesión y
argumentar a favor de la igualdad desde la perspectiva de la inclusión dentro
de la cultura y la economía dominantes. De hecho, lo opuesto está sucediendo:
la posición de la diferencia y la autonomía está llegando a ser tan válida, o
más, en esta contestación. El apelar a las sensibilidades morales de los
poderosos ha dejado de ser efectiva […] Es el momento de ensayar […] las estrategias
de poder de las culturas conectadas en redes y glocalidades, de manera que
puedan negociarse concepciones contrastantes de lo bueno y el valor de
diferentes formas de vida y para reafirmar el predicamento pendiente de la
diferencia-en-la-igualdad. (Escobar, 2000, p. 21).
Por
Enrique Leff
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