La ecología
política es la política de la reapropiación de la naturaleza. Pero como toda
política, no es meramente una estrategia práctica; su práctica no sólo está
mediada por procesos discursivos y por aplicaciones del conocimiento, sino que
es esencialmente una lucha que se da en la producción y apropiación de los
conceptos. No sólo porque el ambientalismo crítico combate las ideologías que
fundan la racionalidad de la modernidad insustentable (Leis, 2001), sino porque
la eficacia de una estrategia de reconstrucción social implica la
desconstrucción de los conceptos teóricos e ideológicos que han soportado y
legitimado las acciones y procesos generadores de los conflictos ambientales.
La orientación de las acciones hacia la construcción de sociedades sustentables
se da en un campo de luchas teóricas y de politización de conceptos. Así, los
conceptos de biodiversidad, territorio, autonomía, autogestión, están
reconfigurando sus significados en el campo conflictivo de las estrategias de
reapropiación de la naturaleza.
La política de la diferencia se abre a una
proliferación de sentidos existenciales y civilizatorios que son la materia de
una epistemología política que desborda al proyecto interdisciplinario
en su voluntad de integración y complementariedad de conocimientos (las teorías
de sistemas), reconociendo las estrategias de poder que se juegan en el campo
del saber y reconduciendo el conflicto ambiental hacia un encuentro y diálogo
de saberes. Ello implica una radical revisión del conocimiento, de la relación
entre lo real, lo simbólico y lo imaginario, donde la solución no se orienta a
copiar a la naturaleza, a subsumirse profundamente en la ecología, o a
generalizar la ecología como modelo de pensamiento y comportamiento, sino a
situarse políticamente en lo imaginario de las representaciones de la
naturaleza para desentrañar sus estrategias de poder (del discurso del
desarrollo sostenible). Se trata no sólo de una hermenéutica de los diferentes
sentidos asignados a la naturaleza, sino de saber que toda naturaleza es
captada desde un lenguaje, desde relaciones simbólicas que entrañan visiones,
sentimientos, razones, sentidos e intereses que se debaten en la arena
política. Porque el poder que habita al cuerpo humano está hecho de lenguaje.
Es dentro de esta epistemología política
que los conceptos de territorio-región funcionan como lugares-soporte para la
reconstrucción de identidades enraizadas en prácticas culturales y
racionalidades productivas sustentables, como hoy lo construyen las comunidades
negras del Pacífico colombiano. En este escenario, El territorio es visto como
un espacio multidimensional fundamental para la creación y recreación de las
prácticas ecológicas, económicas y culturales de las comunidades [...] Puede
decirse que en esta articulación entre identidad cultural y apropiación de un
territorio subyace la ecología política del movimiento social de comunidades
negras. La demarcación de territorios colectivos ha llevado a los activistas a
desarrollar una concepción del territorio que enfatiza articulaciones entre los
patrones de asentamiento, los usos del espacio y las prácticas de
usos-significados de los recursos. (Escobar, 1999, p. 260)
Una ecología política bien situada se
sustenta en una teoría correcta de las relaciones sociedad-naturaleza, o en la
desconstrucción de la noción ideológico-científica-discursiva de la naturaleza,
capaz de articular la sustancia ontológica de lo real del orden biofísico, con
el orden simbólico que la significa, que la convierte en referente de una
cosmovisión, de una teoría, de un discurso sobre el desarrollo sustentable. La
ecología política remite directamente al debate sobre monismo/dualismo en el
que hoy se desgarra la teoría de la reconstrucción/ reintegración de lo
natural y lo social, de la ecología y la cultura, de lo material y lo
simbólico. Es allí donde se ha desbarrancado el pensamiento ambiental,
bloqueado por efecto del maniqueísmo teórico y la dicotomía extrema entre el
naturalismo de las ciencias físico-biológico-matemáticas y el antropomorfismo
de las ciencias de la cultura; unas llevadas al polo positivo del positivismo
lógico y empirista; el otro al relativismo del constructivismo y de la hermenéutica.
En el naufragio del pensamiento ante su polarización extrema, pensadores y
científicos se han agarrado de la tabla de salvación que les ha ofrecido la
ecología como ciencia por excelencia e las interrelaciones de los seres vivos
con sus entorno, llevando a una ecología generalizada que no logra desprenderse
e esa voluntad de totalización del mundo, ahora guiada por el objetivo de
construir un pensamiento de la complejidad (Morin, 1993). Surgen de allí todos
los intentos por reconciliar a esos entes no dialogantes (mente-cuerpo;
naturaleza-cultura; razón-sentimiento), más allá de una dialéctica de
contrarios, unificados por un creacionismo evolucionista, de donde habría de
emerger la conciencia ecológica para reconciliar y saldar las deudas de una racionalidad
anti-ecológica. Este pensamiento complejo en búsqueda de un paradigma monista
fundado en la ecología no ofrece bases sólidas a una ecología política capaz de
guiar las acciones hacia una sustentabilidad fundada en una política de la
diferencia.
La otra falla del pensamiento
epistemológico reciente ha sido querer reunificar la naturaleza y la cultura
sobre la base de una perspectiva fenomenológica a partir de la constatación de
que las cosmovisiones de las sociedades "tradicionales" no reconocen
una distinción entre lo humano, lo natural y lo sobrenatural. Empero estas
"matrices de racionalidad" no constituyen "epistemologías"
conmensurables, equiparables con la epistemología de nuestra civilización
"occidental". De manera que si bien podemos inspirarnos en las
gnoseologías de las sociedades tradicionales para una política de la diferencia
basada en el derecho de sus saberes, el campo general de la epistemología que
anima y legitima la política de la globalización económico-ecológica debe desconstruirse
desde el cuerpo mismo de sus fundamentos.
La posmodernidad está marcada por el fin
de los universalismos y los esencialismos; por la emergencia de entes híbridos
hechos de organismo, símbolos y tecnología (Haraway); por la imbricación de lo
tradicional y lo moderno. Pero es necesario diferenciar este reenlazamiento de
lo natural, lo cultural y lo tecnológico del mundo actual de la complejidad,
del mundo de vida de los primitivos que desconocen la separación entre cuerpo y
alma, vida y muerte, naturaleza y cultura. Esta continuidad y fluidez del mundo
primitivo se da en un registro diferente a la relación entre lo real, lo
simbólico y lo imaginario en la cultura moderna.
El problema a resolver por la ecología
política no es sólo el dejar atrás el esencialismo de la ontología occidental,
sino el principio de universalidad de la ciencia moderna. Pues la ciencia ha
generado, junto con sus universales a priori, al hombre genérico que se
convirtió en el principio de discriminación de los hombres diferentes. De esta
manera, los derechos humanos norman y unifican al tiempo que segregan y
discriminan. Por ello, la ecología política debe salir a la desconstrucción de
todos los conceptos universales y genéricos: el hombre, la naturaleza, la
cultura, etc., pero no para pluralizarlos como "hombres",
"naturalezas" y "culturas" (con sus propias
"ontologías" y "epistemologías"), sino para construir los
conceptos de su diferencia. Así pues, el ecofeminismo no debe tan sólo
diagnosticar los lugares asignados a la mujer en la economía, la política, la
familia. Su diferencia sustantiva no radica en el lugar (diferente, subyugado)
que le asigna la cultura jerárquica falocéntrica, sino en decir su diferencia
con un lenguaje propio, que no es sólo el agregado de sensibilidad a la
supuesta racionalidad inconmovible del machismo. La ecología política habrá de
edificarse y convivir en una babel de lenguajes diferenciados, que se comunican
e interpretan pero que no se traducen en un lenguaje común unificado.
Esta
epistemología política trasciende el juego de interrelaciones e
interdependencias del pensamiento complejo fundado en una ecología generalizada
(Morin) y en un naturalismo dialéctico (Bookchin), ya que está situada más allá
de todo naturalismo. Esta emerge desde ese orden que inaugura la palabra, el
orden simbólico y la producción de sentido. En esta perspectiva, la ecología
política no emerge del orden ecológico preestablecido, ni de una ciencia que
haría valer una conciencia-verdad capaz de vencer los intereses antiecológicos
y antidemocráticos, sino en un nuevo espacio donde el destino de la naturaleza
se juega en un proceso de creación de sentidos-verdades y en sus respectivas
estrategias de poder. Ese reanudamiento entre lo real, lo simbólico y lo
imaginario es lo que pone en juego las leyes de la naturaleza (entropía como
ley límite de lo real) con lo simbólico de su teoría y con la discursividad del
desarrollo sostenible. Esta cuestión epistemológica no se dirime en el campo
del conocimiento, sino en el de la política que hace intervenir otros símbolos,
otros imaginarios y otros reales, en el sentido de que la naturaleza (la
biodiversidad) no son entidades objetivas desde el momento en que la naturaleza
se construye desde el efecto de poder de los procesos imaginarios y simbólicos
que la transforman en geopolítica del desarrollo sostenible.
Por
Enrique Leff
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