La problemática ambiental continúa siendo aceptada de
forma paradójica. Por un lado, y como la canícula que azotó Europa durante el
verano del 2003 nos recordó, ya forma parte del «sentido común» del ciudadano
occidental e incluso la legitimidad de cualquier discurso social pasa por
reconocer la necesidad de tratar de hacerle frente. Por otro, sin embargo, no
sólo la propia noción de crisis ecológica, sino con ella todo el proyecto político
ecologista, vienen siendo cuestionados regularmente. El objeto de este trabajo
es aclarar algunos malentendidos que hacen posible la coexistencia de dos
formas aparentemente contradictorias de asimilar lo que, por equiparación con
la llamada a la cuestión social durante los siglos XIX y XX, puede ser llamado
la cuestión ecológica.
Veamos algún ejemplo de cada una de las tendencias.
Desde finales de los años ochenta se viene dando una proliferación
extraordinaria de campos de investigación en las ciencias sociales y en los
estudios humanísticos en relación con la cuestión ambiental: economía
ambiental, economía ecológica, sociología de los movimientos sociales, derecho
de tercera generación, historia ecológica, psicología ambiental, geografía
ecológica, etc. Los estudios políticos, en ese campo de fronteras borrosas
formado por la teoría política, la ciencia política, la sociología política y
la filosofía política, no se han quedado a la zaga, y han venido a ordenar un
complejo nocional tremendamente creativo en que el ecologismo se ha hecho con
un espacio propio.
Esto ha tenido lugar ya apropiándose de términos
clásicos (contrato natural, ecocentrismo, ética de la tierra, derechos
ambientales, organización biodegradable, racismo ambiental, dieta ética,
bioética, ciudadanía ecológica, justicia ambiental, partidos verdes; seguridad,
diplomacia o gobernanza ambiental; segunda contradicción del capital,
biopolítica, etc.), ya gracias a la aparición de un nuevo léxico (entropía,
sostenibilidad, desarrollo sostenible, producción limpia, etc.). El éxito ha
sido tal que incluso se han generado simbiosis conceptuales fuera del marco del
ecologismo pero utilizando términos provenientes del mismo (sostenibilidad
social, entropía social, desarrollo sostenido, producción integrada, etc.),
cuyo contenido queda sin duda desvirtuado. En definitiva, lo ecológico tiene su
silla en la academia de nuestro conocimiento.
Ahora bien, por otro lado, no deja de suscitarse un
abanico multiforme de distintos tipos de criticismo y revisionismo dirigido a
desactivar el núcleo motivacional ecologista. A menudo se ha alimentado de
ideas extravagantes, como la de aquel Berry que hace ya treinta años imaginaba
la colonización de otros planetas a tener lugar con la entrada del siglo XXI.
Otras veces, no obstante, la detracción del ecologismo
utiliza argumentos más difíciles de rebatir. De ambas fuentes, con distintos
grados de solvencia, bebe una última andanada de críticas abierta hace dos años
con la publicación en inglés de El ambientalista escéptico de Bjørn Lomborg. Se
reaviva así un debate ya clásico que se creía cerrado desde finales de los años
ochenta. Aquí, en nuestro contexto, Manuel Arias ha utilizado en parte la
posición de Lomborg para identificar una serie de premisas que, a su juicio,
obligan a replantearse la solidez del pensar ecológicamente comprometido. En
primer lugar, y siempre según la visión de Arias, el ecologismo se ha fundado
desde su génesis en una concepción acrítica, estetizante y metafísica de la
naturaleza, por la que ésta es provista de un valor intrínseco de acuerdo a una visión romántica antimoderna, construida a un
tiempo desde las ciencias naturales, la ecología profunda y el ecocentrismo.
De
aquí, en segundo término, el ecologista deduce los imperativos de protección y
de no intervención en la naturaleza incluso por métodos autoritarios,
acometiendo necesariamente una transformación global de la sociedad y una
inversión de los valores dominantes que dé prioridad a la sustentabilidad y la
imitación de los sistemas naturales por encima de cualesquiera otros valores, incluida
la democracia. Tercero, y como segunda consecuencia, la teoría política del
ecologismo carece a autonomía, se muestra hermética, rígida, insensible
precisamente a lo contingente y lo convencional, a lo político. En último
lugar, cabe concluir también que, dado el estancamiento ideológico de la
izquierda y la fuerza del asalto pragmático de los partidos verdes a las
instituciones, estas ideas han sido asumidas también acríticamente por la
izquierda.
La alternativa propuesta por Arias se desmarca del maximalismo
utopista y concluye que la crisis ecológica es una noción política e ideológica
estratégica; que la corrección reflexiva de la sociedad es suficiente para
hacer frente a los problemas ambientales, sin “una transformación global de la
sociedad y una inversión de los valores dominantes”; y, finalmente, que el
ecologismo debe modernizarse a través del debate real más allá de las nociones
de crisis ecológica y del ecologismo fundacional.
La interpretación de Arias o Lomborg cuenta con
importantes antecedentes en las discusiones teóricas que rodean al ecologismo
político desde su nacimiento. En cualquier caso, y hasta donde establece una
vinculación tan fuerte entre el soporte normativo del ecologismo político y las
concepciones morales y científicas que lo informan, merece ser tenida en cuenta
para sopesar no ya su consistencia política sino sobre todo la consistencia de
la propia teoría del ecologismo. Sin embargo, cabe plantearse también
críticamente hasta qué punto esta visión es un reflejo real tanto del
ecologismo teórico como del práctico, y si es que lo fue en algún momento y en
algún lugar, hasta dónde aún es así.
Aparición de la Teoría del Ecologismo
A pesar de la existencia de numerosos precedentes,
puede decirse que es a principios de los años ochenta cuando el ecologismo
comienza a tener una teoría moral propia —con ideas como la de
EnvironmentalEthics que irán institucionalizándose al poco— e incluso una
teoría social propia —con la aparición de la teoría de los nuevos movimientos
sociales.
Sin embargo, no es hasta una década después cuando
puede hablarse de una filosofía o teoría política desarrollada del ecologismo.
Numerosos autores fueron abriendo una vía que identificaba ya al ecologismo —a
menudo bajo otros nombres— como un actor propio, enarbolando una ideología
política e incluso una cosmovisión diferenciada. Los principales retos que tuvo
afrontar tal esfuerzo fueron del tipo: ¿Hay detrás del ecologismo una política
o se trata simplemente de una nueva toma de conciencia? Si se trata de un
movimiento político, ¿cuál es su origen histórico? ¿No estará destinado a morir
de éxito, una vez que todos los discursos sociales y políticos (y buena parte
de los económicos) tienden a aceptar lo verde? ¿Es de izquierdas o de derechas,
o acaso la sentencia “ni a la izquierda ni a la derecha, sino adelante” no hizo
más que anticipar la tesis del final de las ideologías, estando el ecologismo
por tanto más allá de la historia social?
La obra clásica de Dobson, Pensamiento Político Verde,
de 1991, ha sido sin duda un punto de inflexión y un referente inexcusable para
cualquier trabajo posterior, identificando los fundamentos de una “teoría
política verde” autónoma a la vez que resolviendo buena parte de las dudas a
las que se enfrentaban otros teóricos políticos. Es importante notar que el
esquema de Dobson refleja ya un ecologismo que poco tiene que ver con el
descrito por Arias, pero no menos que es en pleno auge de la ofensiva
neoliberal y del cuestionamiento de la posibilidad de ideologías transformadoras
cuando Dobson —como otros— está defendiendo, por el contrario, que hay
ideologías nuevas, y que el ecologismo está bien situado en la parrilla de
salida para hacer frente a los problemas contemporáneos (una ideología para el
siglo XXI es el subtítulo de la traducción española a la segunda edición del
texto, de 1995).
Dobson identifica una ideología política diferenciada
(greenpoliticalthought, ecologismo o ecología política) frente a una
apropiación estratégica de lo ambiental en el seno de otras ideologías. El
ecologismo cumple con las cuatro condiciones de las ideologías: en primer lugar
proporciona una descripción analítica original de la sociedad, la sociedad
moderna, industrial e insostenible bajo la crisis ecológica; en segundo lugar,
una prescripción hacia un modelo de sociedad diferente, mejor, la sociedad
sostenible; además, un programa de transición desde uno a otro; finalmente,
todo ello orientado desde un valor fundamental original que informa los
anteriores, una concepción propia de la naturaleza humana: el ser humano como
miembro de una comunidad biótica y abiótica interdependiente, con el énfasis en
el primer término de la definición aristotélica del animal, viviente político.
Entre las muchas virtudes del esquema de Dobson está
la de solventar las dudas de la identidad política, la historicidad del
movimiento y sobre todo su carácter emancipatorio. En primer lugar, permite
distinguir el reformismo tipo Lomborg y el ecologismo: “El ambientalismo aboga
por una aproximación administrativa a los problemas ambientales, convencido de
que pueden ser resueltos sin cambios fundamentales en los actuales valores o
modelos de producción y consumo, mientras que el ecologismo mantiene que una
existencia sustentable y satisfactoria presupone cambios radicales en nuestra
relación con el mundo natural no humano y en nuestra forma de vida social y
política”.
Así, la institucionalización relativa y la
generalización de ciertos discursos ambientales (como el desarrollo sostenible
del Informe Bruntlandt, o el de la modernización ambiental) no implicarían la
aparición de un nuevo contrato social-natural, sino más bien la respuesta
estratégica —de acuerdo a los imperativos del sistema que precisamente el
ecologista pretende superar— a la necesidad de incorporar a cualquier discurso
político la dimensión ambiental como condición necesaria —no suficiente— de
legitimidad. Esa es la tesis de Dryzek, la de la existencia de una coalición
discursiva estratégica dentro de los límites del sistema, si bien puede querer debilitar
el potencial transformador del discurso ecologista, de otro lado evidencia cómo
este ha contribuido a definir los límites de la racionalidad política: ya no
habrá narrativa política que se pretenda legítima si no incorpora siquiera
retóricamente intereses de generaciones futuras y de respeto por al menos
ciertas partes de la naturaleza no humana.
En cualquier caso, el núcleo de esta coincidencia
ambientalista estaría en la idea de que la humanidad necesita una nueva
relación con la naturaleza para lograr un futuro sostenible, sin entrar a
cuestionar si los patrones convencionales de producción, distribución y
consumo, si las ideas, instituciones y valores que los alimentan, impiden esa
nueva relación, y generalmente viendo en ellas más la posible solución que la
fuente de problemas. No así el ecologismo.
En segundo lugar, permite establecer una cronología,
situando alrededor del año 1972, publicación del Informe Meadows y su aviso de
la crisis en ciernes, la aparición del ecologismo. Por primera vez, la
definición de la crisis fue resultado de un análisis sistémico (no
monofactorial) de alcance global. A partir de tal estudio (y de la proyección
de las variables población, consumo de alimentos, producción industrial, de
alimentos, y emisión de contaminación hacia un futuro apocalíptico), simultáneo
casi a la llegada de las primeras fotos del planeta desde el espacio exterior,
cambió la imagen del mundo. Se convirtió en Tierra: sistema finito, vulnerable,
una rareza del universo conocido. Una rareza también en otro sentido: un
sistema definido por la escasez; enfrentado a un subsistema que crece
exponencialmente, llenando el sistema mayor: para unos la “tecnosfera” —como los
propios Meadows o el conocido Barry Commoner—, para otros el sistema económico
—donde incide la economía ecológica—, para otros la “sociosfera” —donde incide
la economía política.
En cualquier caso, la noción de crisis se cimentó en
gran medida sobre la idea de que la interdependencia de los problemas parciales
(agotamiento de ciertos recursos, diversas formas de contaminación, alteración
de los sistemas de soporte a la vida, etc.) en sistemas complejos plantea
incertidumbre. El optimismo tecnológico de un Lomborg o Arias descansa, por el
contrario, en una visión lineal, previsible, monotónica del funcionamiento del
entorno, cuando es precisamente la propia metáfora cartesiana del artilugio la
que se pone en cuestión, para ser sustituida por la idea sistémica de red
autopoiética.8 Desde este punto de vista ecointegrador, los tratamientos
parciales, si no se invierte la tendencia al crecimiento en la transformación y
consumo de la base material global, no son soluciones.
Es importante destacar que conviven, desde el
principio, en la teoría del ecologismo, dos formas de definir la crisis. En
primer lugar, por acumulación de efectos no intencionales de numerosas acciones
dispersas, tipo “tragedia de los comunes”. En segundo lugar, por
desencadenamiento catastrófico de tecnologías biocidas tipo Chernóbyl, en gran
medida según el modelo proporcionado por Ulrich Beck en su visión de la
sociedad del riesgo. La visión de la crisis como efecto avalancha ha permitido
establecer un puente entre ambas visiones: un cambio marginal puede provocar
transformaciones estructurales irreversibles. Es decir, la generación
estructural de externalidades acumulativas produce saltos cualitativos una vez
se sobrepasa cierto umbral crítico, que en gran medida se desconoce pero se
presume.
Además, como efecto no menor de esto, puede hablarse
de la incorporación de un imaginario espacial de tipo planetario pero
desterritorializado —en el sentido tradicional de Estado o nación—: la Tierra
como biosfera delimita la comunidad relevante; así como la identificación de
una “economía de la tierra”, de un origen de la riqueza previo a la
incorporación del trabajo, y del que este depende. Desde aquí —como tercera
consecuencia del análisis de Dobson— se analiza y denuncia la sociedad
industrial como aquella que en sus valores e imágenes dominantes, en su forma
de producir y consumir sobrepasa los límites de la capacidad natural de carga,
de absorción y de producción. El crecimiento económico as usual —una vez tenido
en cuenta el largo plazo, los costos no monetarizados, y la existencia de otros
seres vivos— deja, pues, mucho que desear a la hora de satisfacer necesidades,
invirtiéndose el resultado de la interacción social hacia un juego de suma
negativa. El paso más allá de esta sociedad industrial pasa por una política
transformadora, en algunos aspectos novedosa, en otros deudora sobre todo de
tradiciones anarquistas y socialistas, orientada por un valor social nuevo, la
sostenibilidad (o sustentabilidad). De un lado dibuja un mapa de espacios para
la transformación: parlamentarios (siempre bajo el peligro de la colonización
en el acceso y la conservación del poder político institucional-liberal) pero
especialmente no parlamentarios: desde los patrones de conducta individual en
la vida diaria (el ámbito de la ecología doméstica o la simplicidad
voluntaria), desde las comunas y la economía social y solidaria (sistemas
locales de intercambio, de trueque y dinero local), desde la acción directa (en
la denuncia, la desobediencia civil e incluso el ecotaje), pero también en los
ámbitos institucionales (como nuevas iniciativas en la propia economía de
mercado o en las ONGs).
De otro define unos principios generales para adecuar
los proyectos político-institucionales a la realidad ecológica. Entre otros
principios, destacan el de “prosumo” —o de acercamiento entre los puntos de
consumo y de producción—; el de descentralización —no tomar ninguna decisión a
un nivel superior si puede tomarse (incluyendo al máximo número de afectados)
en uno inferior—; y, por supuesto, el principio de precaución o prevención. Y
también un conjunto de prácticas que lo realizan —movilidad limitada, consumo
responsable, agricultura ecológica, energía limpia, comercio justo,
establecimiento de PIB ajustados, etc. — y de máximas o eslóganes —óptimo
contra máximo, basta contra más, renuncia contra sacrificios— que orientan las
reformas de las estructuras institucionales y los estilos de vida hacia
opciones más sostenibles.
Dentro de este esquema de gran generalidad también ha
tenido un peso importante la posible existencia de un sujeto transformador, al
estilo de la clase proletaria para el marxismo. Antes que pensar en la clase
media de los profesionales no mercantilizados en sociedades desarrolladas
—típico votante verde—, Dobson pareció decantarse más por los excluidos de los
beneficios materiales del sistema, de la ética de la acumulación: en el primer
mundo algo como la “no clase de los no trabajadores” de Gorz, en el tercero
algo como los movimientos de pobres a qué ya apuntaran autores como Marcuse. En
cualquier caso, la falta de una visión teleológica de la historia, la renuncia
a una metanarrativa de raíz metafísica, marca una distancia destacable respecto
a la figura del proletariado, haciendo de la reflexión del sujeto un ejercicio
intelectual sin ambiciones científicas predictivas.
En consecuencia, el ecologismo queda, en relación con
otras ideologías, situado en el lado transformador del espectro político.
Estaríamos ante un proyecto ilustrado (selectivo) emancipador, que reconoce
límites naturales, y que pone en cuestión “toda una cosmovisión”, todo un
“paradigma dominante” desde la Ilustración, formado por valores como el
antropocentrismo, el cientificismo mecanicista, el racionalismo monológico, o
la teleología de la historia como progreso a la vez material y moral. En este
sentido es selectivo, ya que aunque aspira a superar creencias compartidas por
proyectos liberales y marxistas, humanistas y autoritarios, se reserva la
reivindicación de otros aspectos de la modernidad, como la defensa de los
derechos humanos, la justicia y la igualdad. Es decir, la modernidad es
revisada reflexivamente.
Para acabar con este punto, hay que referirse por
fuerza a aquello que más alimenta el criticismo de Arias o Lomborg: la
existencia de un valor fundante, una “verdad” fundamental, desde la que definir
un ideal de Buena Vida y desde donde derivar la legitimidad del proyecto, en
este caso el ecocentrismo. Aunque añadió ciertos principios que acompañarían tal
valor, como el de igualdad y el de democracia participativa, Dobson como otros
muchos situó como valor nuclear el respeto a los individuos autopoiéticos y a
los conjuntos de seres vivos. Así, la comunidad relevante englobaría también a
comunidades y seres vivos no humanos y sobre todo a generaciones futuras no
nacidas aún, a pesar de lo difícil que es traducir este tipo de vindicaciones a
la arena política en que el ecologismo juega sus cartas.
Dobson respondió a esta cuestión señalando una cierta
ruptura entre el estado de ser que propugna la ecofilosofía (defensora de una
relación armónica, simbiótica entre todo ser vivo, de que hay en la naturaleza
no humana o en partes significativas de ella valores intrínsecos e
inexpresables en los discursos dominantes en la ética) y los problemas
prácticos que plantea la denuncia del especieísmo abusivo del ser humano, o la
defensa del igualitarismo biosférico, imposibles de estructurar en un código de
conducta coherente: “La política de la ecología no sigue las mismas reglas
básicas que las formas radicales de su filosofía (...), las diferencias entre
la filosofía de la ecología profunda y su manifestación política son síntomas
del fracaso de la filosofía a la hora de hacerse práctica.”
Dobson plantea un valor con dos caras: en un lado un
argumento antropocéntrico débil, por el que el valor de la naturaleza no se
agota en lo instrumental, que sería el arma discursiva del ecologista en la
arena política; por otro, en la creación de conciencia, la utilización de un imaginario
ecocentrista radical. La respuesta de Dobson viene a distinguir así entre un
ecocentrismo suavizado, que en el ámbito público no renuncia a la idea de un
valor intrínseco pero subordinado a la prioridad de lo humano sobre el resto
del mundo natural, y una ecología privada que, en general, parece caer en buena
parte de los problemas que la filosofía crítica moderna planteó a la
metafísica, y que Arias denuncia.
Han sido numerosísimos los debates que se han
suscitado alrededor de estas ideas, sea en relación con el texto de Dobson o a
la ya inmensa bibliografía en la cuestión. Uno de los debates más encendidos
tiene que ver justamente con el corazón axiológico del constructo ideológico
ecologista, con el criterio de validez asumido en el valor fundamental del
ecocentrismo. Este problema, de prioridad normativa, puede ser planteado como
la tensión resultante de asumir como valor moral fundante el carácter no
instrumental de la naturaleza no humana, poniendo en un segundo plano otro tipo
de valores en que tradicionalmente se ha dirimido la fuerza normativa de una
ideología u otra. El peligro en este caso apunta a la posibilidad de que el
hecho de privilegiar los resultados deseados —en este caso la sostenibilidad—
sobre los procedimientos, podría permitir soluciones autoritarias, la sumisión
de la democracia, la igualdad o los derechos individuales al ecocentrismo.
En el fondo esta posición, no hace más que reivindicar
el criticismo moderno. Desde sus orígenes, la filosofía moderna se ha
alimentado de éticas basadas en algún tipo de principio de universalización y
se ha tendido a ver con recelo, incluso como una involución en el desarrollo
moral e intelectual del hombre moderno, la apuesta por éticas precríticas.
Algunas de ellas tienen un inmenso calado en el seno del ecologismo, como la de
Hans Jonas, ejemplo de la condición subalterna de la democracia y del principio
de universalización una vez que el criterio de validez se sitúa en una visión
metafísica de la naturaleza. En general, se podría decir que estaríamos frente
a una vuelta a lo premoderno o quizás incluso hacia algún tipo de concepción
posmoderna.
Esto nos lleva a una segunda cuestión, vinculada a la
primera, no ya sobre la prioridad de un valor sobre otro sino sobre la
posibilidad siquiera de fundar el valor en una concepción naturalista. Los
límites del naturalismo se desvelan en la dificultad de delimitar dónde cabe
situar esa naturaleza o si es que hay una naturaleza no humanizada, y si la
hubiera a qué parte de ella nos estamos refiriendo, por qué motivos se destacan
ciertos valores (como la interdependencia) y no otros (como la depredación), o
más aún, por qué motivos deben seguirse ciertos principios del factum del mundo
natural, por qué razones puede y debe orientar la práctica social. A menudo,
los analistas han dado tanto peso a la llamada deepecology (ecología profunda)
o a las interminables discusiones en el seno de la environmentalethics (ética
ambiental) que han reducido el ecologismo a poco más que eso. Estas dudas de
tipo ético no son las únicas, para la perspectiva filosófico-política las
sombras también existen. Uno de los puntos de discrepancia tiene que ver con el
supuesto universalismo del ecologismo.
Ha sido de hecho especialmente desde movimientos
sociales ubicados en “el Sur” (que a menudo renuncian a la etiqueta ecologista
o verde) desde donde se ha denunciado que el perfil del ecologista ilustrado
que tiene un pie en el movimiento vecinal y otro en el partido verde, que se
alimenta intelectual y materialmente en un medio urbano, carece en general de
un estilo de vida universalizable en términos ecológicos. Para Martínez Alier,
por ejemplo, estamos ante poco más que la visión de una clase media de países
occidentales desplazada hacia valores posmateriales, pero que dista mucho no ya
de representar intereses generales sino de expresar siquiera la necesidad
material de campesinos en países pobres que luchan por su subsistencia, sin
recurrir al imaginario dibujado por la teoría del ecologismo político.
Relacionada con esta cuestión está la del poder. Si
bien es cierto que entre los eslóganes verdes destacan los que subrayan esa
idea del beneficio general de la sostenibilidad, de ser ese el caso no habría
tantas barreras sociales para lograrla. El propio Dobson, que se refiere a “los
luchadores por la sostenibilidad”, no ayuda a explicitar contra qué o quién se
lleva a cabo esa lucha: nos habla de “intereses poderosos”, “rivales”, “quienes
tienen dinero que ganar en la gestión de la crisis”, “contratistas de obras”,
“bancos nacionales”... pero realmente nos hace pensar que hay un gran vacío en
la teoría del ecologismo como ideología a la hora de definir quién sea el
sujeto del poder en la sociedad industrial.
Y finalmente, las dudas afectan al espacio de la
transformación. La visión dominante en el ecologismo según la cual el partido
verde sería la vertiente más reformista y realista de un movimiento amplio de
raíz utópica arroja siempre la duda de qué esperanzas cabe tener de cambios
llevados a cabo sin algún grado importante de poder gubernamental. Es decir,
cuál es el sentido del radicalismo y si es una opción viable en el mundo del
siglo XXI, o lo que es lo mismo, si cabe pensar en las ideologías políticas en
términos parecidos a los que guiaron la reflexión sobre los idearios
revolucionarios en el XIX, o cabe darles otro papel en un contexto nuevo, en
una fase de la modernidad en que los marcos ideológicos presentan diferencias
de fondo respecto a sus ancestros de un siglo atrás. Así, la posibilidad del
radicalismo y la función de la ideología aparecen estrechamente ligadas.
Este corolario de problemas a qué hemos hecho
referencia — normatividad, naturalismo, universalismo, radicalismo, teoría del
poder, ideología—, cobra una nueva dimensión a la luz de los cambios
acontecidos durante la década de los noventa, permitiendo a su vez contestar o
cuando menos relativizar algunas de las dudas suscitadas por el enfoque
crítico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario