Si el crecimiento tiene límites objetivos, debe
existir un momento en el cual, ü partir del reconocimiento de esa realidad, la
economía —en tanto que ciencia— deja de ser una ciencia del crecimiento. Eso
significaría desplazar su centro desde la producción de riquezas al de la
administración de la pobreza. Quizás la
economía moderna nació el día en que Jesucristo, según el Nuevo Testamento,
tuvo la fantástica idea de multiplicar los panes para dar de comer a los
hambrientos. Si se escribiera de nuevo la misma historia, Jesucristo debería
haber enfrentado el problema no de multiplicar panes, sino de repartir, entre
muchos, los pocos disponibles. Esa es la tarea científica de la economía del
futuro, que sólo puede cumplirla reconciliándose con su hermana, la ecología.
La
economía moderna se ha centrado hasta ahora en el tema del crecimiento
económico, o lo que es igual, en el de la multiplicación de los panes. Para
ello le ha bastado echar mano de los recursos disponibles: la fuerza de trabajo
y la naturaleza no humana, los que se supone inagotables. La constatación de
los límites en el crecimiento obliga a pensar, en cambio, que la tarea de la
economía del futuro es cómo seguir viviendo con lo poco que nos queda. Esa es,
en palabras simples, la teoría de la sustentabilidad que El Club de Roma
entiende como una revolución epocal. No obstante, de modo más sabio que muchos
economistas, las dueñas de casa en los hogares de bajos ingresos han aprendido,
literalmente, a hacer milagros, al repartir entre muchas bocas pocos panes. De
eso precisamente se trata; la tierra es un hogar cuyos ingresos son cada día
más bajos, y habrá que alimentar a sus habitantes, y a los que vendrán en el
futuro, con lo poco que disponemos.
Quizás sea necesario recordar
que a quien la economía moderna reconoce como su fundador no es a Jesucristo,
sino al monje romano Luca Picioli (1445-1514). A Picioli se le concede el
mérito de haber inventado el llamado "sistema de doble contabilidad” que
hizo decir al economista alemán Werner Sombart “que nació en el mismo espíritu
que el sistema de Galileo y Newton, o que las lecciones de las modernas física
y química". En realidad, sin el llamado sistema de doble contabilidad el
capitalismo sería impensable .En su esencia es muy simple: cada empresario debe
llevar una doble contabilidad: la de su economía privada, y la de su empresa.
Esa sentencia, que hoy resulta obvia, tuvo un efecto revolucionario en su
tiempo, pues la doble contabilidad suponía que había una racionalidad del
individuo como persona privada, y otra que era la de sus negocios. Al ser
realizada esa disociación, se establecía que la empresa era un fin en sí, o lo
que es parecido: que el valor de cambio no tenía por qué tener correspondencia
con el valor de uso. Hoy en día, después de siglos
de economía empresarial, podría hacerse una corrección a la tesis de Luca
Picioli que quizás puede tener un efecto no menos revolucionario que la formulada
por el monje italiano. Esta sería: en virtud de la certeza de que el
crecimiento económico tiene límites objetivos, es necesario llevar una triple
contabilidad. La de cada persona (o familia); la de las empresas; y la de la
naturaleza. Ahora bien, lo subversivo de esta teoría es que la contabilidad de la
naturaleza hace variar la contabilidad privada y la de las empresas al mismo
tiempo, y de una manera muy radical, pues lo que puede aparecer con signo más
haciendo omisión del desgaste de la naturaleza, puede aparecer con signo menos,
si lo contabilizamos. No obstante hay un problema: en la contabilidad privada,
es el individuo el interesado en llevarla a cabo; en la empresarial, es el
empresario, ¿Quién está interesado en realizar la contabilidad de la
naturaleza? Objetivamente el individuo y el empresario al mismo tiempo, pues
ninguno de ambos puede subsistir sin que se realice esa contabilidad. Esto es,
la contabilidad de la naturaleza devuelve al individuo y al empresario a su
condición genérica: ser humano o persona, minimizando el valor de las dos
primeras contabilidades pues, como dice genialmente un afiche del movimiento
ecologista: "el día en que no quede ningún árbol y ningún río,
descubriremos que el dinero no se puede comer".
La no contabilidad
de la naturaleza tiene incluso fundamentos bíblicos, Quizás no puede
haber nada más antiecológico que las palabras que pronunció Dios el día de la
Creación: "Sean fructíferos y háganse muchos y llenen la tierra y sojúzguenla,
y tengan en sujeción los peces del mar y las criaturas volátiles de los cielos
y toda criatura viviente que se mueve sobre la tierra" (Génesis,
1:26-2:19). De acuerdo con ese mandato divino, los servidores más grandes del
Señor han sido las empresas forestales, ganaderas y pesqueras. Pero la Biblia
no sólo hay que leerla; hay que interpretarla. En la antigüedad no había otra
forma de prestación de servicios que la sujeción, especialmente en la forma de
esclavitud. Por lo tanto, a las Sagradas Escrituras fue trasplantado el sentido
de las palabras que regían en las relaciones sociales durante los tiempos en
que la Biblia fue escrita. En nuestro tiempo, donde priman las relaciones
contractuales de trabajo por sobre las sujecionales, Dios debería haber hablado
de un modo distinto para que lo entendiéramos. El podría haber dicho, por
ejemplo; "Haced un contrato con la naturaleza; servíos de ella, pero no
olvidéis pagarle puntualmente su salario y respetar sus días de reposo como
respetáis vuestras propias vacaciones". Esa sería, precisamente, la
tercera contabilidad.
La
constatación de que el crecimiento económico tiene límites objetivos es la base
argumental que cuestiona a las ideologías del progreso, tanto en sus formas
bíblicas como científicas. De lo que se trata, de acuerdo con criterios
derivados de la tercera contabilidad —la de la naturaleza—es de crear una
economía del ahorro, o del autosustento. Esa constatación, a su vez, ha
preparado el ambiente para que hayan salido a la luz teorías que en otras
ocasiones habrían sido consideradas como exóticas y que hoy aparecen como
realistas. Una de esas teorías deriva de la incorporación al saber económico de
la segunda ley de la termodinámica, o ley de la entropía, que nos dice que si
bien la energía se mantiene constante (primera ley) hay un quantum que no es recuperable en los procesos de producción.
Nicholas Georgescu-Roegen
(1966, 1971, 1976), considerado el mentor de una economía entrópica, ha
postulado, partiendo del criterio de irreversibilidad, un cambio radical en el pensamiento económico pues, si tomamos en serio la ley de la entropía, el crecimiento
en cuanto tal resulta absolutamente imposible. Efectivamente: en la medida en
que producimos más en menos tiempo, mayor es la cantidad de energía no revertible
que producimos y, en consecuencia, menores la cantidad es la cantidad de
energía disponible. Eso significa que a mayor crecimiento económico, mayor es el
decrecimiento de la naturaleza. Tal constatación
nos entrega una noción del tiempo económico muy diferente al que
tradicionalmente poseemos, pues mientras mayor es el avance de la producción,
menos es el tiempo —traducido en energía disponible—que nos queda. Es, en
cierto modo, lo mismo que ocurre con nuestra vida. Celebrar un cumpleaños no es
cómo se piensa ilusoriamente, celebrar un año más, sino uno menos de vida. En
el fondo, deberíamos estar tristes el día de nuestro cumpleaños. Pero vivimos
de ilusiones. Los economistas, seres humanos al fin, también. En sus cálculos
económicos se imaginan que produciendo más, avanzan por los caminos del
progreso y del desarrollo. En realidad, retroceden, y a veces, vertiginosamente.
La segunda ley de la termodinámica nos dice en cambio que el tiempo de la economía
moderna avanza en la forma de count down. Mientras más se avanza, más se
retrocede. Mientras menos avanzamos, más tiempo ganamos. Esa es la amarga
lección de Georgcscu-Roegen.
Georgescu-Roegen
es una persona con buena suerte. Sus trabajos han encajado en el espíritu
ecológico de nuestro tiempo. Pero como el movimiento ecológico ya está
produciendo sus historiadores, hoy sabemos que él sólo es uno de los últimos
nombres en una larga lista que podríamos llamar "economía maldita" o
"economía soterrada". Gracias a investigaciones realizadas por
autores como Martínez-Alier/Schüpmamn (1991) se sabe que desde los fisiócratas
hasta nuestros días, hay una larga lista de personajes que intentaron
introducir el concepto de "pérdida energética" al saber económico.
Nombres como Podolinsky, Fischer, Sacher, Clausius, Soddy, Oswald,
Popper-Linkeus, Ballod-Atlanticus, y el propio Bujarin, son sólo algunos de los
que se han convertido en indispensables en la reconstrucción de la economía
como ciencia de la escasez.
La tarea
histórica que encomiendan las lecciones de Georgescu-Roegen es la de
estimular economías de bajos niveles entrópicos, o "economía sintrópica"
(Altvater, 1992, pp. 34-35), lo que significa entrar en abierta contradicción con
muchas empresas orientadas a la obtención
inmediato do ganancia monetaria, dosificar ciertas tecnologías, recurrir a
otras que permitan la utilización de recursos renovables y el reciclaje, etc.
De todas maneras, hasta que surja una nueva invención "prometeica"
como sueña el mismo Georgescu-Roegen; como la utilización masiva de la energía
solar —en la cual pone tantas esperanzas Altvater (1992, pp. 235-247)—, no
queda otra alternativa que proponer políticas de ahorro energético, lo que
implica, en los términos del mismo Altvater, devolver a la economía a su lugar
originario: ciencia de la administración de la escasez pues "si el
crecimiento de la entropía fuese igual a cero o incluso negativo no habría
escasez, luego la economía, carecería de sentido" (Altvater, 1991, pp. 49).
Como de un árbol podemos hacer un mueble, pero no de un mueble
un árbol —al escribir esta frase no puedo sino dar una mirada triste al
escritorio en que estoy escribiendo—, pero como al mismo tiempo no podemos prescindir
de muebles, de lo que se trata
es de que nos midamos un poco más en la adquisición de muebles. Quizás no sea
tan necesario cambiar de mobiliario de acuerdo con cada moda, y que tengamos
que desprendernos de un poco más de dinero, en la forma de impuesto ecológico o de indemnización a la
naturaleza, cada vez que adquiramos un mueble nuevo. Con el impuesto ecológico
se podrían, por ejemplo, financiar programas de reforestación, con lo que,
efectivamente, podíamos realizar el milagro de reconvertir mi escritorio en un
árbol. Lo que sí es imposible realizar, es reintegrar a los procesos materiales
de producción la cantidad de energía disipada. Pero sí podemos retardar el
tiempo de su disipación, con lo que, objetivamente, ganamos tiempo. "Por medio
de la ignorancia del tiempo y del espacio, la naturaleza es suprimida, y ya que
el ser humano es naturaleza, es también suprimido como ser natural"
(Altvater, 1991, p. 263). En ese bienentendido, el valor de un producto sería
mayor mientras más bajo sea su nivel entrópico, o menor su
producción de desorden (ibíd., p. 256). Pero con esa simple reflexión se está
nada menos que subvirtiendo la idea del valor y, por consiguiente, del cálculo
económico, del que se venía sirviendo hasta ahora la economía moderna. Ese es
tal vez el punto más radical de la revolución ecológica de
nuestro tiempo.
Por Fernando Mires. Extraído
de la Revolución Que Nadie Soñó, o la otra posmodernidad.
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