sábado, 12 de noviembre de 2011

La Revolución Ecológica (Parte VI: El fin de la utopía del crecimiento eterno)


Si el crecimiento tiene límites objetivos, debe existir un momento en el cual, ü partir del reconocimiento de esa realidad, la economía —en tanto que ciencia— deja de ser una ciencia del crecimiento. Eso significaría desplazar su centro desde la producción de riquezas al de la administración de la pobreza. Quizás la economía moderna nació el día en que Jesucristo, según el Nuevo Testamento, tuvo la fantástica idea de multiplicar los panes para dar de comer a los hambrientos. Si se escribiera de nuevo la misma historia, Jesucristo debería haber enfrentado el problema no de multiplicar panes, sino de repartir, entre muchos, los pocos disponibles. Esa es la tarea científica de la economía del futuro, que sólo puede cumplirla reconciliándose con su hermana, la ecología.

     La economía moderna se ha centrado hasta ahora en el tema del crecimiento económico, o lo que es igual, en el de la multiplicación de los panes. Para ello le ha bastado echar mano de los recursos disponibles: la fuerza de trabajo y la naturaleza no humana, los que se supone inagotables. La constatación de los límites en el crecimiento obliga a pensar, en cambio, que la tarea de la economía del futuro es cómo seguir viviendo con lo poco que nos queda. Esa es, en palabras simples, la teoría de la sustentabilidad que El Club de Roma entiende como una revolución epocal. No obstante, de modo más sabio que muchos economistas, las dueñas de casa en los hogares de bajos ingresos han aprendido, literalmente, a hacer milagros, al repartir entre muchas bocas pocos panes. De eso precisamente se trata; la tierra es un hogar cuyos ingresos son cada día más bajos, y habrá que alimentar a sus habitantes, y a los que vendrán en el futuro, con lo poco que disponemos.

     Quizás sea necesario recordar que a quien la economía moderna reconoce como su fundador no es a Jesucristo, sino al monje romano Luca Picioli (1445-1514). A Picioli se le concede el mérito de haber inventado el llamado "sistema de doble contabilidad” que hizo decir al economista alemán Werner Sombart “que nació en el mismo espíritu que el sistema de Galileo y Newton, o que las lecciones de las modernas física y química". En realidad, sin el llamado sistema de doble contabilidad el capitalismo sería impensable .En su esencia es muy simple: cada empresario debe llevar una doble contabilidad: la de su economía privada, y la de su empresa. Esa sentencia, que hoy resulta obvia, tuvo un efecto revolucionario en su tiempo, pues la doble contabilidad suponía que había una racionalidad del individuo como persona privada, y otra que era la de sus negocios. Al ser realizada esa disociación, se establecía que la empresa era un fin en sí, o lo que es parecido: que el valor de cambio no tenía por qué tener correspondencia con el valor de uso. Hoy en día, después de siglos de economía empresarial, podría hacerse una corrección a la tesis de Luca Picioli que quizás puede tener un efecto no menos revolucionario que la formulada por el monje italiano. Esta sería: en virtud de la certeza de que el crecimiento económico tiene límites objetivos, es necesario llevar una triple contabilidad. La de cada persona (o familia); la de las empresas; y la de la naturaleza. Ahora bien, lo subversivo de esta teoría es que la contabilidad de la naturaleza hace variar la contabilidad privada y la de las empresas al mismo tiempo, y de una manera muy radical, pues lo que puede aparecer con signo más haciendo omisión del desgaste de la naturaleza, puede aparecer con signo menos, si lo contabilizamos. No obstante hay un problema: en la contabilidad privada, es el individuo el interesado en llevarla a cabo; en la empresarial, es el empresario, ¿Quién está interesado en realizar la contabilidad de la naturaleza? Objetivamente el individuo y el empresario al mismo tiempo, pues ninguno de ambos puede subsistir sin que se realice esa contabilidad. Esto es, la contabilidad de la naturaleza devuelve al individuo y al empresario a su condición genérica: ser humano o persona, minimizando el valor de las dos primeras contabilidades pues, como dice genialmente un afiche del movimiento ecologista: "el día en que no quede ningún árbol y ningún río, descubriremos que el dinero no se puede comer".

     La no contabilidad de la naturaleza tiene incluso fundamentos bíblicos, Quizás no puede haber nada más antiecológico que las palabras que pronunció Dios el día de la Creación: "Sean fructíferos y háganse muchos y llenen la tierra y sojúzguenla, y tengan en sujeción los peces del mar y las criaturas volátiles de los cielos y toda criatura viviente que se mueve sobre la tierra" (Génesis, 1:26-2:19). De acuerdo con ese mandato divino, los servidores más grandes del Señor han sido las empresas forestales, ganaderas y pesqueras. Pero la Biblia no sólo hay que leerla; hay que interpretarla. En la antigüedad no había otra forma de prestación de servicios que la sujeción, especialmente en la forma de esclavitud. Por lo tanto, a las Sagradas Escrituras fue trasplantado el sentido de las palabras que regían en las relaciones sociales durante los tiempos en que la Biblia fue escrita. En nuestro tiempo, donde priman las relaciones contractuales de trabajo por sobre las sujecionales, Dios debería haber hablado de un modo distinto para que lo entendiéramos. El podría haber dicho, por ejemplo; "Haced un contrato con la naturaleza; servíos de ella, pero no olvidéis pagarle puntualmente su salario y respetar sus días de reposo como respetáis vuestras propias vacaciones". Esa sería, precisamente, la tercera conta­bilidad.

     La constatación de que el crecimiento económico tiene límites objetivos es la base argumental que cuestiona a las ideologías del progreso, tanto en sus formas bíblicas como científicas. De lo que se trata, de acuerdo con criterios derivados de la tercera contabilidad —la de la naturaleza—es de crear una economía del ahorro, o del autosustento. Esa constatación, a su vez, ha preparado el ambiente para que hayan salido a la luz teorías que en otras ocasiones habrían sido consideradas como exóticas y que hoy aparecen como realistas. Una de esas teorías deriva de la incorporación al saber económico de la segunda ley de la termodinámica, o ley de la entropía, que nos dice que si bien la energía se mantiene constante (primera ley) hay un quantum que no es recuperable en los procesos de producción.

    Nicholas Georgescu-Roegen (1966, 1971, 1976), considerado el mentor de una economía entrópica, ha postulado, partiendo del criterio de irreversibilidad, un cambio radical en el pensamiento económico pues, si tomamos en serio la ley de la entropía, el crecimiento en cuanto tal resulta absolutamente imposible. Efectivamente: en la medida en que producimos más en menos tiempo, mayor es la cantidad de energía no revertible que producimos y, en consecuencia, menores la cantidad es la cantidad de energía disponible. Eso significa que a mayor crecimiento económico, mayor es el decrecimiento de la naturaleza. Tal constatación nos entrega una noción del tiempo económico muy diferente al que tradicionalmente poseemos, pues mientras mayor es el avance de la producción, menos es el tiempo —traducido en energía disponible—que nos queda. Es, en cierto modo, lo mismo que ocurre con nuestra vida. Celebrar un cumpleaños no es cómo se piensa ilusoriamente, celebrar un año más, sino uno menos de vida. En el fondo, deberíamos estar tristes el día de nuestro cumpleaños. Pero vivimos de ilusiones. Los economistas, seres humanos al fin, también. En sus cálculos económicos se imaginan que produciendo más, avanzan por los caminos del progreso y del desarrollo. En realidad, retroceden, y a veces, vertiginosamente. La segunda ley de la termodinámica nos dice en cambio que el tiempo de la economía moderna avanza en la forma de count down. Mientras más se avanza, más se retrocede. Mientras menos avanzamos, más tiempo ganamos. Esa es la amarga lección de Georgcscu-Roegen.

     Georgescu-Roegen es una persona con buena suerte. Sus trabajos han encajado en el espíritu ecológico de nuestro tiempo. Pero como el movimiento ecológico ya está produciendo sus historiadores, hoy sabemos que él sólo es uno de los últimos nombres en una larga lista que podríamos llamar "economía maldita" o "economía soterrada". Gracias a investigaciones realizadas por autores como Martínez-Alier/Schüpmamn (1991) se sabe que desde los fisiócratas hasta nuestros días, hay una larga lista de personajes que intentaron introducir el concepto de "pérdida energé­tica" al saber económico. Nombres como Podolinsky, Fischer, Sacher, Clausius, Soddy, Oswald, Popper-Linkeus, Ballod-Atlanticus, y el propio Bujarin, son sólo algunos de los que se han convertido en indispensables en la reconstrucción de la economía como ciencia de la escasez.

     La tarea histórica que encomiendan las lecciones de Georgescu-Roegen es la de estimular economías de bajos niveles entrópicos, o "economía sintrópica" (Altvater, 1992, pp. 34-35), lo que significa entrar en abierta contradicción con muchas empresas orientadas a la obtención inmediato do ganancia monetaria, dosificar ciertas tecnologías, recurrir a otras que permitan la utilización de recursos renovables y el reciclaje, etc. De todas maneras, hasta que surja una nueva invención "prometeica" como sueña el mismo Georgescu-Roegen; como la utilización masiva de la energía solar —en la cual pone tantas esperanzas Altvater (1992, pp. 235-247)—, no queda otra alternativa que proponer políticas de ahorro energético, lo que implica, en los términos del mismo Altvater, devolver a la economía a su lugar originario: ciencia de la administración de la escasez pues "si el crecimiento de la entropía fuese igual a cero o incluso negativo no habría escasez, luego la economía, carecería de sentido" (Altvater, 1991, pp. 49).

     Como de un árbol podemos hacer un mueble, pero no de un mueble un árbol —al escribir esta frase no puedo sino dar una mirada triste al escritorio en que estoy escribiendo—, pero como al mismo tiempo no podemos prescindir de muebles, de lo que se trata es de que nos midamos un poco más en la adquisición de muebles. Quizás no sea tan necesario cambiar de mobiliario de acuerdo con cada moda, y que tengamos que desprendernos de un poco más de dinero, en la forma de impuesto ecológico o de indemnización a la naturaleza, cada vez que adquiramos un mueble nuevo. Con el impuesto ecológico se podrían, por ejemplo, financiar programas de reforestación, con lo que, efectivamente, podíamos realizar el milagro de reconvertir mi escritorio en un árbol. Lo que sí es imposible realizar, es reintegrar a los procesos materiales de producción la cantidad de energía disipada. Pero sí podemos retardar el tiempo de su disipación, con lo que, objetivamente, ganamos tiempo. "Por medio de la ignorancia del tiempo y del espacio, la naturaleza es suprimida, y ya que el ser humano es naturaleza, es también suprimido como ser natural" (Altvater, 1991, p. 263). En ese bienentendido, el valor de un producto sería mayor mientras más bajo sea su nivel entrópico, o menor su producción de desorden (ibíd., p. 256). Pero con esa simple reflexión se está nada menos que subvirtiendo la idea del valor y, por consiguiente, del cálculo económico, del que se venía sirviendo hasta ahora la economía moderna. Ese es tal vez el punto más radical de la revolución ecológica de nuestro tiempo.


Por Fernando Mires. Extraído de la Revolución Que Nadie Soñó, o la otra posmodernidad.

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