El planteamiento de Al Gore es fascinante, como lo
es el de muchos místicos, y él lo es desde un punto de vista ecologista. Por lo mismo,
parece inevitable que en algunos momentos caiga en la tentación de absolutizar
algunas premisas. Por lo menos dos conceptos muy caros a Al Gore se encuentran
para él fuera de toda discusión. Uno es el de equilibrio; el otro es el de la
reintegración.
La idea de que es necesario restablecer un
equilibrio al interior de los llamados ecosistemas es uno de los puntos
centrales del ideario ecologista, entendiendo por ecologismo aquella tendencia
política que hace de la ecología una matriz fundamental. De acuerdo con
ese tipo de ecologismo, existe un equilibrio objetivo que es necesario
restaurar. Pero hay que convenir que la noción de equilibrio es bastante
subjetiva (Mires, 1990, p, 36). Lo que parece a veces básico como condición de
equilibrio, no lo es necesariamente para todos los elementos que conforman esa
supuesta condición. Nuestro concepto de equilibrio natural no es el mismo que
el que imaginarían las ratas, sí es que tuvieran imaginación. Si nuestros
hogares se llenaran de ratas (horrorosa visión), es porque las ratas han
encontrado en ellos condiciones de equilibrio que les permiten reproducirse. De
la misma manera, la idea de que existen ecosistemas que se rigen por un orden
natural absoluto, y que es necesario preservar desde un punto de vista
ecológico, debe ser rechazada. No existe un ecosistema ideal, absoluto u
objetivo. Un ecosistema es lo que nosotros queremos que sea un ecosistema. Pues
un sistema es, antes que nada, una invención humana. Antes de que los seres
humanos hubieran inventado la noción de sistema, no existían los sistemas. Por
lo tanto, un ecosistema (en cuyo interior existan condiciones equilibradas) es
no sólo un concepto subjetivo sino, además, antropocéntrico. Eso por lo demás
no tiene ninguna connotación negativa. Pero sí señala que aquello que está en
juego no es la idea de restaurar un sistema de equilibrios objetivos, sino el
problema mucho más complejo, y por cierto, más político, relativo a cuáles son
las condiciones de equilibrio que deseamos o necesitamos. Si un fanático
automovilista, para quien el auto es lo más impórtame de su vida, tiene
argumentos suficientes para demostrarnos que el auto es objetivamente aún más
importante que las vidas humanas que se perderán como consecuencia de las
emisiones de CO2, habrá obtenido un notable triunfo político. Pero como hay algunos, desgraciadamente no suficientes, que
pensamos que es necesario salvar vidas humanas limitando las emisiones de CO2,
tendremos que argumentar a favor de "nuestro" ecosistema, para lograr
"nuestro" triunfo político. Pues una
región desertificada es también un ecosistema, y por lo demás muy
equilibrado (ya que sus elementos interactivos son menores que en un ecosistema
boscoso). Si alguien quiere vivir en un ecosistema desértico, o rodeado de
ratas y cucarachas, enfermo de cáncer en la piel, bebiendo agua envenenada, y
conservar su automóvil, es su opción. Los ecosistemas y los equilibrios que
predominen no resultarán de la restauración de un equilibrio natural, sino de
una elección que a su vez resultará de colisiones argumentativas y, no siempre
por último, de decisiones políticas.
El
segundo motivo central de Al Gore, es el de una supuesta reintegración del ser
humano en el orden de la naturaleza. Por lo demás, una idea muy antigua. El
concepto de reintegración natural tiene incluso un origen religioso. En algún momento
el ser humano cometió un pecado imperdonable, y fue expulsado del Paraíso.
Desde entonces vaga errando, en busca del paraíso perdido. En algún momento,
dice a su vez Al Gore, utilizando el lenguaje mesiánico, tan propio de la
política norteamericana, el ser humano se separó de la naturaleza, y hoy ha llegado el momento de
reintegrarse a ella, salvando la naturaleza y, por tanto, a nosotros mismos de la catástrofe final
(1994, p, 217). Muchas revoluciones, no hay que olvidar, se hicieron en nombre
de la integración del ser humano en un orden natural supuestamente violado por
los opresores. El derecho natural que aún mantiene cierta vigencia en algunas
constituciones, parte precisamente de la premisa de que hay un orden natural
previo con el cual es necesario vivir en consonancia. El romanticismo europeo,
a su vez, frente a las relaciones de producción industrial que amenazaba a
tantos habitantes del mundo feudal, levantó también como lema el regreso a la
naturaleza. La "utopía del regreso" es el punto central de la filosofía
de Fichte que tuvo mucha influencia en el pensamiento del joven Marx. La teoría
marxista de la enajenación supone, a su vez, que como consecuencia del
predominio de las relaciones de producción capitalista, el ser humano, como
productor de sus condiciones de vida, ya no se pertenece a sí mismo. Está
enajenado; ¿respecto de qué?, es la pregunta. Respecto de sí mismo, es la
respuesta; esto es, con respecto a su propia naturaleza, la que se encuentra en
contradicción con el orden social. Subvertir al orden social es la condición de
regreso al orden natural. No es casualidad que Marx hubiera visto en el
comunismo la posibilidad de la recuperación del ser humano como ser social y
natural al mismo tiempo ya que "...la sociedad es la unidad completa del
ser humano con la naturaleza, la verdadera resurrección de la naturaleza, el
naturalismo consumado del ser humano, y el humanismo consumado de la naturaleza"
(Marx, MEW, El, p. 516). La idea del regreso o de reintegración al orden
natural fue defendida posteriormente por movimientos ecologistas europeos
(Bahro, 1987, p. 268). Hoy, el vicepresidente de Estados Unidos retoma esa
idea, y no con menos fuerza que anteriores naturalismos.
Supongamos por un momento que exista un
orden natural. ¿Quién sabe cómo es? Es necesario recordar, en este punto, que en nombre
de un orden natural objetivo, el catolicismo medieval, y hoy en día algunas
fracciones islámicas, decretaron como pecados o delitos contranatura las
energías más vitales del ser humano. No olvidemos que en nombre de una supuesta
naturaleza humana, los hombres mantuvimos durante siglos
a las mujeres encerradas en las cocinas, alejadas de las
profesiones y de la política. En nombre de la naturaleza se han cometido
crímenes horribles. Hay que evitar, por lo tanto, que profetas y políticos,
aunque sean personas tan democráticas como Al Gore, se arroguen el derecho de
hablar en nombre de un orden natural.
Es evidente, por cierto, que el ser humano
mantiene muchas relaciones equívocas con su ambiente externo, y que el principio de destructividad es
todavía dominante en nuestra cultura. Pero ese ser humano destructivo sigue
siendo parte de la naturaleza, esto es, actúa no desde su exterior, sino desde
su propio interior, como un ser que es también natural. Y si actúa desde
dentro, es obvio, no puede haber reintegración posible. Lo que sí es posible,
es establecer una relación distinta con lo llamado "natural" (interno
y externo). De lo que se trata, en buenas cuentas, es de superar la noción de
que existe una disociación con la naturaleza. No se trata pues de lograr una
reintegración objetiva sino, al contrario, de desalojar del alma la idea de que
estamos "afuera". La sola creencia de que existe el
"afuera" y el "adentro", o lleva a suponer que somos algo
"superior" a la naturaleza (y por lo tanto es nuestro derecho
reducirla a la condición de "recurso") o que somos algo así como
parásitos, cuyo objetivo es destruirla (por eso hasta el SIDA ha sido
perversamente interpretado como un medio del que se sirve la naturaleza para
defenderse de la especie humana).
Por Fernando Mires. Extraído
de la Revolución Que Nadie Soñó, o la otra posmodernidad.
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