sábado, 12 de noviembre de 2011

La Revolución Ecológica (Parte IX: La conciencia y el Verbo)


Puede parecer extraño que los cambios ecológicos que los cambios ecológicos que demanda la defensa del planeta sean entendidos como una revolución. Quizás es necesario precisar esta idea. El término revolución no ha sido usado aquí para designar el salto cualitativo de una sociedad a otra en el marco de un proceso evolutivo que va de unidades inferiores a otras supuestamente superiores. No es posible dejar de pensar que el concepto de revolución está demasiado ligado a las teorías del progreso y del desarrollo que este mismo trabajo intenta cuestionar. Por lo tanto, el concepto de revolución ha sido usado en su sentido más lato, esto es, para referirse a cambios profundos en todos los niveles de la existencia, pero sin que éstos correspondan con ningún plan inscrito en alguna ideología del progreso, del crecimiento, o del desarrollo.

      Eso no quiere decir que la revolución ecológica de nuestro tiempo carezca de planes; lo que se afirma, simplemente, es que ella no es resultado de un determinado plan. Cada autor se ve cada cierto tiempo obligado a trabajar no con la terminología que quisiera, sino que con la que ha sido históricamente impuesta. La idea de la revolución ecológica ha sido impuesta, irónicamente, por entidades que en el pasado jamás se habrían atrevido o emplear esa palabra, como El Club de Roma, por ejemplo. Tales instituciones han propuesto el término revolución apuntando objetivos muy precisos, entre otros, demostrar que la defensa de la tierra ya no es posible sin transformaciones radicales —por eso se habla de una revolución global— en los terrenos de la economía, la política, y no por último, de la cultura. Por eso nos señalan que una revolución global en función de transformaciones ecológicas no puede ser sólo ecológica, planteamiento que aquí ha sido recogido y en alguna medida, continuado.

     La revolución global, al no ser puramente ecológica, debe ser entendida como una que se expresa ecológicamente, como también se expresa económica y políticamente, y no por último, en la propia condición antropológica. Es, si se quiere, "la primera revolución sin revolucionarios". Lo ecológico propiamente tal no puede entonces sino aparecer en su forma articulada o, como se ha dicho aquí, a través de su "impureza esencial", Por lo tanto, es también una revolución que no puede ser plenamente externalizada, pues al actuar con diversos campos simultáneos, nos involucra en tanto que individuos. Por esas razones, la revolución también se realiza en nuestra alma, ya que implica despedirse de la idea de que existe algo así como una razón humana independiente de la naturaleza. Al concebir la razón no como una propiedad particular sino como una de las formas que se ha dado la naturaleza para autorreflexionarse, a partir de los errores que ella comete en el proceso de su propia formación, nos vemos obligados a asumir la posibilidad de "renaturalizar a la razón", lo que al mismo tiempo implica "racionalizar a la naturaleza". Ni nuestra razón es sobrenatural, ni la naturaleza es irracional.

     Ejemplificando a través de la relación que se ha establecido entre dos ciencias originariamente hermanas, la ecología y la economía, fue posible comprobar la tesis relativa a que una revolución ecológica no puede ser sólo ecológica pues, a partir de la articulación entre dos saberes, se produce "un contacto transformativo" que posibilita la articulación de otros múltiples saberes, los cuales terminan disolviéndose el uno en el otro, con lo que la idea de la especificidad disciplinaria se convierte en un concepto cuya validez rige al interior de las universidades, pero que en la práctica ya no tiene ni sentido categorial ni operacional.

     En el caso particular de la relación ecología/economía, se vio cómo la constatación que lleva a establecer límites en los procesos de producción obliga a una "intervención ecológica" mediante la cual son creadas las condiciones para realizar una Segunda Crítica a la Economía Política que reemplace las nociones cuantitativistas derivadas de las teorías del cálculo económico, por el criterio de evaluación, lo que al descuantificar la relación naturaleza/trabajo/producción, crea condiciones para una nueva teoría del valor y, por supuesto, de los precios. A su vez, la fijación de límites en el crecimiento lleva a conceder un sentido preferencial a economías de bajo nivel entrópico, como alternativa a las formas de producción fosilísticas. Se trataría, en consecuencia, de agregar una tercera contabilidad, la de la naturaleza, que descongestiona a las dos primeras; la del individuo y la de la empresa, la que tiene por consecuencia reducir lo monetario a sus simples signos convencionales, desfetichizando al máximo fetiche de nuestro tiempo: el dinero. En breves términos, se trata de resolver el antagonismo entre intereses individuales derivados de la ganancia monetaria, y los generales derivados de la defensa de la naturaleza, incluyendo en ella, por supuesto, a la humanidad.

     Al llegar a este punto, parecería haber más de algún motivo para caer en el más depresivo pesimismo. El objetivo de la revolución ecológica de nuestro tiempo es tan grande, y los medios de que se dispone para alcanzarlo parecen ser tan limitados, que no hay motivos para sentirse feliz. Y por cierto, sí se mira cuan poco se han materializado las ideas ecológicas, cómo ese vacío en la capa de ozono —a través del cual nos mira burlonamente el ojo de Dios— se agranda y agranda y, como todo lo que antes era bello en la vida (el aire, el sol, el agua, el sexo) se está volviendo peligroso, no quedarían muchas esperanzas. Pero, por otra parle, sí somos parte de la naturaleza, y lo somos, la naturaleza no puede ser suicida. De alguna manera se las arreglará por medio de nosotros (espero que no en contra) para sobrevivir, Y si se piensa, por otra parte, que los grandes proyectos históricos no se expresan de manera inmediata, sino mediante procesos invisibles de "toma de conciencia", quizás se puede tener alguna esperanza.

     La Biblia cuenta que lo primero fue el Verbo. Quizás hoy se podría decir: lo primero fue la conciencia.


Por Fernando Mires. Extraído de la Revolución Que Nadie Soñó, o la otra posmodernidad.

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