La
intervención ecológica en el mercado supone, a la vez, la organización política de los agentes ecológicos
interventores. Esto no quiere decir, aunque no lo descarta, que una organización
ecológica deba ser partidaria. Tampoco quiere decir que deba ser puramente
cultural. En este sentido, no hay una receta universal. De país a país, las
constelaciones políticas de donde puedan surgir interferencias en el mercado, son diferentes. En algunos
países latinoamericanos, por ejemplo, supone vincularse con demandas campesinas
e indígenas largamente postergadas, lo que en algunos casos implica cuestionar
el sentido puramente geopolítico (o estatista) de la nación, lo que puede a su
vez ser fuente de conflictos de alta intensidad en el futuro.
Dado
que la intervención no económica en el mercado es normal a
los procesos económicos, la intervención ecológica
no solo supone una ruptura sino también una continuidad con determinadas
teorías. Por ejemplo, es sabido que la relevancia de las teorías económicas de
J. M. Keynes (1883-1946) y de aquel conjunto teórico denominado un poco
injustamente como “keynesianismo" (pues, como ya mencionamos, dentro de
ese "ismo" es posible encontrar autores tan originales como Maxime
Rodinson, Michael Kalecki, Nicolas Kaldor y Piero Sraffa, que en muchos puntos
superaron a Keynes), deriva del hecho de haber reconocido que el Estado, al
intervenir como corrector en procesos económicos, establecía la primacía de lo político
en lo económico (Keynes, 1983). Esta constatación que incomoda por igual a
liberales y a marxistas, la conocían desde tiempo atrás los transadores de Bolsa,
pues cualquier incidente político puede variar los precios de las acciones, e
incluso provocar quiebras de bancos completos. De la misma manera, cualquier
empresario sabe que la estabilidad política es condición para invertir en un
país. Más allá de la política, la economía como tal no existe. Pero Keynes
trabajaba con variables muy simples que quizás eran las que correspondían con
el capitalismo de su época. Ellas son, principalmente, el Estado, el dinero, y
el consumo. Cuando la tendencia al ahorro supera a la del consumo, antes de que
se provoquen crisis como la ocurrida el año 1929, es necesario que el Estado
alimente el consumo, mediante inyecciones en los ingresos (demandas). Cuando la
demanda en cambio supere a la oferta, es necesario que el Estado invierta en
bienes generales, aumentando, objetivamente, la cualidad del "capital
humano". Hoy, en cambio, sabemos que las variantes interventoras en el
mercado son mucho más complejas, abriéndose incluso la posibilidad para que
surja la que aquí se ha denominado "intervención ecológica".
Pero aún más importante que la teoría de
la intervención monetaria del Estado es en el "keynesianismo" el
reconocimiento de que existen intereses que siendo de los capitalistas no son
los del capitalismo, esto es, que sin una corrección política, los agentes de
la producción trabajan en contra de sí mismos. Durante el tiempo de Keynes
primaba la hegemonía de empresarios cuyo objetivo era hacer la mayor cantidad
de dinero en el plazo más corto. Después de Keynes, muchos empresarios se han
dado cuenta de que sus intereses generales no corresponden con sus intereses
particulares y que sus intereses a corto plazo pueden entrar en conflicto con
los de largo plazo. El Estado del Bienestar que surgió de la crisis de 1929 en
algunos países industrializados y que adoptó en gran medida el ideario
keynesiano, fue fundado sobre la base de la constatación de que la explotación
intensiva de los trabajadores limita la capacidad de consumo y, como,
consecuencia, atenta contra los intereses generales de los empresarios. Es por
esa razón que después de la aventura neoliberal, o retorno al "capitalismo
salvaje", las teorías keynesianas se encuentran en franco proceso de
recuperación. Hoy sabemos incluso que hay consorcios, especialmente japoneses,
que operan en una perspectiva amplia y realizan inversiones en proyectos
científicos, incluyendo los ecológicos, con el fin de asegurar a largo plazo
sus condiciones generales de reproducción.
La importancia del "keynesianismo"
no es sólo económica; en cierto modo es política, pues sus teorías fueron
tomadas por fracciones empresariales, sindicales y políticas, que veían que la
única solución para los problemas que vivían era la configuración de un
capitalismo planificado. La historia del capitalismo ha sido también la
historia de las luchas entre sectores empresariales que representan intereses
inmediatos y particulares, y los que se orientan a revalorar las fuentes de
reproducción del orden económico. Hay dos ejemplos que demuestran esta tesis.
Uno, la liberación de la esclavitud en Estados Unidos. El otro, la emancipación
femenina.
La
Guerra de Secesión fue, como es sabido, un choque entre empresarios agrícolas cuya
fuente de riqueza residía en la desvalorización de los trabajadores negros
—hasta el punto de ser negados ellos como personas—, y los empresarios del
norte que, en cambio, ya habían captado que el obrero asalariado con formación
tecnológica era más decisivo en el proceso de acumulación de capital que un
esclavo despersonalizado. La conversión de los esclavos en trabajadores
asalariados representa la revaloración de uno de los "capitales originarios”: la fuerza de trabajo. De
una manera parecida, el paso que gracias a las conquistas feministas está
convirtiendo a las mujeres de objetos de la reproducción de la fuerza de
trabajo en agentes activos de la economía y de la política, no es siempre
rentable en términos inmediatos pero, al mismo tiempo, la revaloración de más
de la mitad de la población, crea, a largo plazo, condiciones mucho más
ventajosas para el curso de los procesos económicos.
En los dos casos señalados, la
revalorización de los seres humanos (esclavos y mujeres) ha llevado no sólo a
optimizar las condiciones para la reproducción del capital, sino que además ha
marcado hitos en el llamado proceso civilizatorio. En ese sentido, la tesis keynesiana
relativa a los "intereses generales" podría ser entendida de este
modo: la revaloración de las condiciones básicas de la reproducción material
es condición de la civilización de los procesos económicos. Y quien lee este
trabajo ya ha adivinado, seguramente, adonde apunta esa conclusión. En efecto;
ha llegado el momento de extender la lógica keynesiana a la defensa de la
naturaleza que, objetivamente, representa el más general de los intereses
generales. Ahora bien, eso quiere decir que, como en los dos ejemplos
anteriores, también es importante que surjan empresarios que descubran que la
defensa de la naturaleza es, condición para la preservación de sus propios
intereses generales, en tanto empresarios y seres humanos al mismo tiempo.
Esto significa, empresarios que estén dispuestos a invertir en la renovación
ecológica, que incentiven las formas no "fosilísticas" de producción,
que realicen inversión en las técnicas de reciclaje, que inicien campañas de
reforestación e incluso que estén dispuestos a trabajar "a pérdida"
durante plazos cortos. No hay nada más errado que querer presentar a los
movimientos ecológicos como enemigos de la técnica y de la capacidad de
empresa. Como nunca antes se necesita incentivar tanto la tecnología como tas
invenciones. Nuevos inventos se requieren para reparar los daños hechos a la
naturaleza por tecnologías destructivas, incluyendo en primera línea a las
militares. No se trata pues de limitar la investigación científica sino, por el
contrario, de abrirle nuevas perspectivas (Lander, 1994, p. 73). Nuevos
empresarios son, por lo demás, imprescindibles si es que no se quiere entregar
el saneamiento de la naturaleza a las burocracias estatales. Sí existen esos
empresarios, es necesario que entre ellos y las organizaciones
que han optado por la defensa de la tierra se realicen acuerdos y contratos que
favorezcan a ambas partes. Y si estos empresarios no existen, habrá que
inventarlos. Y si inventarlos es imposible habrá que salvar al planeta sin
ellos. La intervención ecológica implica, por lo tanto, una revaloración
consciente de la naturaleza interna y externa al ser humano. Eso demuestra, a
la vez, que el valor no es un "dato" objetivo, sino un proceso de
construcción en el cual intervienen diversos actores. Ello incide con mucha
mayor razón en los llamados "precios", cuyas cantidades
convencionales no pueden ser otra cosa que resultado de la evaluación que
realizan, a través de su comunicación discursiva, esos diversos actores, y no
producto de determinados "cálculos objetivos" como imaginan los
economistas de la modernidad. Llevada esta constatación a otro plano de
reflexión, significa que mediante la intervención ecológica en el proceso
formativo de valores y precios, el dinero pierde su carácter fetichista, pues
ya no es la expresión matemática y objetiva de nada, En otras palabras: no hay
que permitir que economistas oficiales ni empresarios "salvajes" sean
quienes pongan valor a las cosas de este mundo. En ese caso, si una región del
mundo es "puesta en valor" sólo monetariamente, significa que el tiempo que necesita su naturaleza para su autorreproducción
debe estar condicionado al ritmo mucho más vertiginoso que necesita el capital-dinero
para su reproducción. Toda puesta en valor monetaria significa la violación de
relaciones de tiempo de una determinada región así valorizada, y como el tiempo
no existe sin espacio, son violadas asimismo las relaciones espaciales. La
destrucción de culturas y pueblos completos es solo una de las expresiones más
visibles de la "puesta en valor" monetaria. Una "puesta en
valor" que atienda a criterios no monetaristas debe en cambio considerar,
en primer lugar, las condiciones temporales y espaciales que necesita la
naturaleza, y dentro de ella, nosotros mismos, para la reproducción de su vida.
Así como la primera Crítica a la Economía Política denunció el carácter
fetichista de la mercancía, la segunda ya está denunciando el carácter
fetichista del dinero. Quizás donde mejor se observa ese carácter fetichista es
en la llamada deuda externa que aqueja con tanta fuerza a algunos países
latinoamericanos.
A estas alturas, todo el
mundo —con excepción de los
economistas modernos— sabe que entre el monto casi infinito de la deuda y su
reconversión en materia o energía, no hay ninguna correspondencia. Imaginemos
por un momento que un mago-diga; "Que todo el dinero que se adeuda se
reconvierta en bienes" ¿Qué pasaría? Lo más probable es que el planeta
estalle pues, en todo su interior, al nivel actual de precios, no hay materia
ni energía suficiente para ser intercambiada por todo ese dinero. Eso significa
que el dinero de la deuda, a partir de una determinada línea de ascenso, no
tiene equivalencia material. Su monto está constituido por cheques sin fondo y
billetes falsos. Pero aunque todos los personaros del orden económico mundial
lo saben, hacen como si no lo supieran, pues eso es la condición para que el
orden se mantenga. Es como esa comedia televisada titulada Diner for one, donde
una vieja dama inglesa repite todos los años nuevos el ritual de cenar con
invitados que hace tiempo han muerto y a quienes el butler les sirve
como si estuvieran vivos, a fin de que, por lo menos, la dama mantenga un orden
ilusorio. La economía mundial no es tan cómica como esa historia; pero es mucho
más absurda, pues todos saben que el monto de la deuda está formado por "capitales
muertos" que, por esa misma razón, no serán nunca amortizados. La
intervención ecológica revela ese absurdo en todo su dramatismo. De la misma manera,
mediante la intervención ecológica es posible relacionar la deuda monetaria con
los gastos de energía por país. Por ejemplo, el cuarto de la población mundial
que vive en los países llamados industrializados consume tres cuartos de la energía
total del planeta, 79% del material combustible que es responsable del recalentamiento
de la atmósfera, 85% de la madera extraída mundialmente, y 72% de la producción
de acero. Si se hiciera la operación de transformar esas diferencias en dinero,
nos encontraríamos con la sorpresa de que los países acreedores son deudores, y
los deudores son acreedores ¿Porqué los ministros de Economía en América Latina
no recurren a esos argumentos cuando llega el momento de negociar las deudas
externas? Hay muchas razones. Probablemente los ministros de Economía no saben
mucho de Economía, lo que en algunos países es verificable. Quizás, como la
dama senil de Diner for one, quieren mantener la ilusión de "un
mundo en orden". Pero la razón más obvia parece ser que esos ministros
quieren ser representantes de países en desarrollo, y si se sabe que ese
desarrollo que ellos persiguen supone un gasto de energía similar al de los
países ya "desarrollados", entonces se descubriría que ese supuesto
desarrollo es imposible, porque de tanta energía el planeta no dispone.
Por Fernando Mires. Extraído
de la Revolución Que Nadie Soñó, o la otra posmodernidad.
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