sábado, 12 de noviembre de 2011

La Revolución Ecológica (Parte VIII: La intervención ecológica)


La intervención ecológica en el mercado supone, a la vez, la organización política de los agentes ecológicos interventores. Esto no quiere decir, aunque no lo descarta, que una organización ecológica deba ser partidaria. Tampoco quiere decir que deba ser puramente cultural. En este sentido, no hay una receta universal. De país a país, las constelaciones políticas de donde puedan surgir interferencias en el mercado, son diferentes. En algunos países latinoamericanos, por ejemplo, supone vincularse con demandas campesinas e indígenas largamente postergadas, lo que en algunos casos implica cuestionar el sentido puramente geopolítico (o estatista) de la nación, lo que puede a su vez ser fuente de conflictos de alta intensidad en el futuro.

     Dado que la intervención no económica en el mercado es normal a los procesos económicos, la intervención ecológica no solo supone una ruptura sino también una continuidad con determinadas teorías. Por ejemplo, es sabido que la relevancia de las teorías económicas de J. M. Keynes (1883-1946) y de aquel conjunto teórico denominado un poco injustamente como “keynesianismo" (pues, como ya mencionamos, dentro de ese "ismo" es posible encontrar autores tan originales como Maxime Rodinson, Michael Kalecki, Nicolas Kaldor y Piero Sraffa, que en muchos puntos superaron a Keynes), deriva del hecho de haber reconocido que el Estado, al intervenir como corrector en procesos económicos, establecía la primacía de lo político en lo económico (Keynes, 1983). Esta constatación que incomoda por igual a liberales y a marxistas, la conocían desde tiempo atrás los transadores de Bolsa, pues cualquier incidente político puede variar los precios de las acciones, e incluso provocar quiebras de bancos completos. De la misma manera, cualquier empresario sabe que la estabilidad política es condición para invertir en un país. Más allá de la política, la economía como tal no existe. Pero Keynes trabajaba con variables muy simples que quizás eran las que correspondían con el capitalismo de su época. Ellas son, principalmente, el Estado, el dinero, y el consumo. Cuando la tendencia al ahorro supera a la del consumo, antes de que se provoquen crisis como la ocurrida el año 1929, es necesario que el Estado alimente el consumo, mediante inyecciones en los ingresos (demandas). Cuando la demanda en cambio supere a la oferta, es necesario que el Estado invierta en bienes generales, aumentando, objetivamente, la cualidad del "capital humano". Hoy, en cambio, sabemos que las variantes interventoras en el mercado son mucho más complejas, abriéndose incluso la posibilidad para que surja la que aquí se ha denominado "intervención ecológica".

     Pero aún más importante que la teoría de la intervención monetaria del Estado es en el "keynesianismo" el reconocimiento de que existen intereses que siendo de los capitalistas no son los del capitalismo, esto es, que sin una corrección política, los agentes de la producción trabajan en contra de sí mismos. Durante el tiempo de Keynes primaba la hegemonía de empresarios cuyo objetivo era hacer la mayor cantidad de dinero en el plazo más corto. Después de Keynes, muchos empresarios se han dado cuenta de que sus intereses generales no corresponden con sus intereses particulares y que sus intereses a corto plazo pueden entrar en conflicto con los de largo plazo. El Estado del Bienestar que surgió de la crisis de 1929 en algunos países industrializados y que adoptó en gran medida el ideario keynesiano, fue fundado sobre la base de la constatación de que la explotación intensiva de los trabajadores limita la capacidad de consumo y, como, consecuencia, atenta contra los intereses generales de los empresarios. Es por esa razón que después de la aventura neoliberal, o retorno al "capitalismo salvaje", las teorías keynesianas se encuentran en franco proceso de recuperación. Hoy sabemos incluso que hay consorcios, especialmente japoneses, que operan en una perspectiva amplia y realizan inversio­nes en proyectos científicos, incluyendo los ecológicos, con el fin de asegurar a largo plazo sus condiciones generales de reproducción.

     La importancia del "keynesianismo" no es sólo económica; en cierto modo es política, pues sus teorías fueron tomadas por fracciones empresariales, sindicales y políticas, que veían que la única solución para los problemas que vivían era la configuración de un capitalismo planificado. La historia del capitalismo ha sido también la historia de las luchas entre sectores empresariales que representan intereses inmediatos y particulares, y los que se orientan a revalorar las fuentes de reproducción del orden económico. Hay dos ejemplos que demuestran esta tesis. Uno, la liberación de la esclavitud en Estados Unidos. El otro, la emancipación femenina.

     La Guerra de Secesión fue, como es sabido, un choque entre empresarios agrícolas cuya fuente de riqueza residía en la desvalorización de los trabajadores negros —hasta el punto de ser negados ellos como personas—, y los empresarios del norte que, en cambio, ya habían captado que el obrero asalariado con formación tecnológica era más decisivo en el proceso de acumulación de capital que un esclavo despersonalizado. La conversión de los esclavos en trabajadores asalariados repre­senta la revaloración de uno de los "capitales originarios”: la fuerza de trabajo. De una manera parecida, el paso que gracias a las conquistas feministas está convirtiendo a las mujeres de objetos de la reproducción de la fuerza de trabajo en agentes activos de la economía y de la política, no es siempre rentable en términos inmediatos pero, al mismo tiempo, la revaloración de más de la mitad de la po­blación, crea, a largo plazo, condiciones mucho más ventajosas para el curso de los procesos económicos.

     En los dos casos señalados, la revalorización de los seres humanos (esclavos y mujeres) ha llevado no sólo a optimizar las condiciones para la reproducción del capital, sino que además ha marcado hitos en el llamado proceso civilizatorio. En ese sentido, la tesis keynesiana relativa a los "intereses generales" podría ser entendida de este modo: la revaloración de las condiciones básicas de la reproduc­ción material es condición de la civilización de los procesos económicos. Y quien lee este trabajo ya ha adivinado, seguramente, adonde apunta esa conclusión. En efecto; ha llegado el momento de extender la lógica keynesiana a la defensa de la naturaleza que, objetivamente, representa el más general de los intereses generales. Ahora bien, eso quiere decir que, como en los dos ejemplos anteriores, también es importante que surjan empresarios que descubran que la defensa de la naturaleza es, condición para la preservación de sus propios intereses generales, en tanto empresa­rios y seres humanos al mismo tiempo. Esto significa, empresarios que estén dispuestos a invertir en la renovación ecológica, que incentiven las formas no "fosilísticas" de producción, que realicen inversión en las técnicas de reciclaje, que inicien campañas de reforestación e incluso que estén dispuestos a trabajar "a pérdida" durante plazos cortos. No hay nada más errado que querer presentar a los movimientos ecológicos como enemigos de la técnica y de la capacidad de empresa. Como nunca antes se necesita incentivar tanto la tecnología como tas invenciones. Nuevos inventos se requieren para reparar los daños hechos a la naturaleza por tecnologías destructivas, incluyendo en primera línea a las militares. No se trata pues de limitar la investigación científica sino, por el contrario, de abrirle nuevas perspectivas (Lander, 1994, p. 73). Nuevos empresarios son, por lo demás, impres­cindibles si es que no se quiere entregar el saneamiento de la naturaleza a las burocracias estatales. Sí existen esos empresarios, es necesario que entre ellos y las organizaciones que han optado por la defensa de la tierra se realicen acuerdos y contratos que favorezcan a ambas partes. Y si estos empresarios no existen, habrá que inventarlos. Y si inventarlos es imposible habrá que salvar al planeta sin ellos. La intervención ecológica implica, por lo tanto, una revaloración consciente de la naturaleza interna y externa al ser humano. Eso demuestra, a la vez, que el valor no es un "dato" objetivo, sino un proceso de construcción en el cual intervienen diversos actores. Ello incide con mucha mayor razón en los llamados "precios", cuyas cantidades convencionales no pueden ser otra cosa que resultado de la evaluación que realizan, a través de su comunicación discursiva, esos diversos actores, y no producto de determinados "cálculos objetivos" como imaginan los economistas de la modernidad. Llevada esta constatación a otro plano de reflexión, significa que mediante la intervención ecológica en el proceso formativo de valores y precios, el dinero pierde su carácter fetichista, pues ya no es la expresión matemática y objetiva de nada, En otras palabras: no hay que permitir que economistas oficiales ni empresarios "salvajes" sean quienes pongan valor a las cosas de este mundo. En ese caso, si una región del mundo es "puesta en valor" sólo monetariamente, significa que el  tiempo que necesita su naturaleza para su autorreproducción debe estar condicionado al ritmo mucho más vertiginoso que necesita el capital-dinero para su reproducción. Toda puesta en valor monetaria significa la violación de relaciones de tiempo de una determinada región así valorizada, y como el tiempo no existe sin espacio, son violadas asimismo las relaciones espaciales. La destrucción de culturas y pueblos completos es solo una de las expresiones más visibles de la "puesta en valor" monetaria. Una "puesta en valor" que atienda a criterios no monetaristas debe en cambio considerar, en primer lugar, las condiciones temporales y espaciales que necesita la naturaleza, y dentro de ella, nosotros mismos, para la reproducción de su vida. Así como la primera Crítica a la Economía Política denunció el carácter fetichista de la mercancía, la segunda ya está denunciando el carácter fetichista del dinero. Quizás donde mejor se observa ese carácter fetichista es en la llamada deuda externa que aqueja con tanta fuerza a algunos países latinoamericanos.

     A estas alturas, todo el mundo —con excepción de los economistas moder­nos— sabe que entre el monto casi infinito de la deuda y su reconversión en materia o energía, no hay ninguna correspondencia. Imaginemos por un momento que un mago-diga; "Que todo el dinero que se adeuda se reconvierta en bienes" ¿Qué pasaría? Lo más probable es que el planeta estalle pues, en todo su interior, al nivel actual de precios, no hay materia ni energía suficiente para ser intercambiada por todo ese dinero. Eso significa que el dinero de la deuda, a partir de una determinada línea de ascenso, no tiene equivalencia material. Su monto está constituido por cheques sin fondo y billetes falsos. Pero aunque todos los personaros del orden económico mundial lo saben, hacen como si no lo supieran, pues eso es la condición para que el orden se mantenga. Es como esa comedia televisada titulada Diner for one, donde una vieja dama inglesa repite todos los años nuevos el ritual de cenar con invitados que hace tiempo han muerto y a quienes el butler les sirve como si estuvieran vivos, a fin de que, por lo menos, la dama mantenga un orden ilusorio. La economía mundial no es tan cómica como esa historia; pero es mucho más absurda, pues todos saben que el monto de la deuda está formado por "capitales muertos" que, por esa misma razón, no serán nunca amortizados. La intervención ecológica revela ese absurdo en todo su dramatismo. De la misma manera, mediante la intervención ecológica es posible relacionar la deuda monetaria con los gastos de energía por país. Por ejemplo, el cuarto de la población mundial que vive en los países llamados industrializados consume tres cuartos de la energía total del planeta, 79% del material combustible que es responsable del recalentamiento de la atmósfera, 85% de la madera extraída mundialmente, y 72% de la producción de acero. Si se hiciera la operación de transformar esas diferencias en dinero, nos encontraríamos con la sorpresa de que los países acreedores son deudores, y los deudores son acreedores ¿Porqué los ministros de Economía en América Latina no recurren a esos argumentos cuando llega el momento de negociar las deudas externas? Hay muchas razones. Probablemente los ministros de Economía no saben mucho de Economía, lo que en algunos países es verificable. Quizás, como la dama senil de Diner for one, quieren mantener la ilusión de "un mundo en orden". Pero la razón más obvia parece ser que esos ministros quieren ser representantes de países en desarrollo, y si se sabe que ese desarrollo que ellos persiguen supone un gasto de energía similar al de los países ya "desarrollados", entonces se descubriría que ese supuesto desarrollo es imposible, porque de tanta energía el planeta no dispone.


Por Fernando Mires. Extraído de la Revolución Que Nadie Soñó, o la otra posmodernidad.

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