sábado, 12 de noviembre de 2011

La Revolución Ecológica (Parte VII: La revalorización de los valores)


Como ya ha sido dicho, el valor del desgaste de la naturaleza no está involucrado, por falta de una tercera contabilidad, en el cálculo valórico de cada producto y, por lo mismo, no forma parte del cálculo preciatorio. Una nueva teoría del valor, parte central de la Segunda Crítica a la Economía Política que —como también ha sido establecido— se encuentra en marcha, pasa por incorporar en la producción la parte que se pierde de la naturaleza. Ahora bien, este tipo de cálculo ofrece una breve dificultad; matemáticamente es incalculable.

     En otro trabajo hacía una pregunta; "¿cuántas vidas vale un árbol?" (Mires, 1990, p. 137). Porque ya se sabe que el proceso de desforestación aumenta la sequedad de los suelos, apresura el recalentamiento de la atmósfera, derrite las capas polares, hace subir el nivel del mar, provoca inundaciones; la sequedad de los suelos, más las inundaciones, producen emigraciones en masa, las migraciones superpueblan las ciudades, aumenta la miseria; la miseria produce desintegración social, la desintegración social aumenta la población, el aumento de la población causa daños ecológicos, la población sobrante se apodera de terrenos boscosos; aumenta la desertificación, la sequedad, etc. En síntesis: un círculo infernal. Imposible entonces saber cuántas vidas vale un árbol. Sólo sabemos que un árbol menos es peligroso para la vida humana; y no sólo para los que viven debajo de los árboles.

     Cuántas vidas vale un árbol es incuantificable. Pero sí es evaluable. La diferencia entre cuantificación y evaluación, hay que señalarlo, no es semántica. Mediante una evaluación es posible saber que con la desforestación, o con las emisiones de gases de industrias y automóviles, se producen peligros para la vida humana. Lo que no se sabe es cuántos peligros se producen, o cuántas personas morirán por efecto de esos fenómenos. Ahora bien; una nueva teoría del valor que integre en su composición orgánica el valor de la naturaleza, además del de la maquinaria y del de la fuerza de trabajo, nos remite a la imposibilidad de calcular el valor de los productos pero, a la vez, nos remite a la posibilidad de su evaluación. Ese es el quid del problema; formular una nueva teoría del valor que reemplace el criterio de cuantificidad por el de evaluación, con lo que, de paso, entraríamos a reemplazar una economía basada en cantidades por otra basada en probabilidades.

     ¿Cómo traspasar entonces un valor no cuantificable al nivel de precio, catego­ría esta última que no puede ser sino cuantificable? Esa es la pregunta que se hará cualquier economista moderno, La respuesta es, sencilla: estableciendo los precios de acuerdo con convenciones que surjan de una evaluación general de las cosas. Esto supone fijar precios de acuerdo con criterios incuantificables, con lo que en la práctica, el dinero vuelve a ser aquello que nunca debió haber dejado de ser si es que no hubiese sido transformado por los bancos en una mercancía en sí: un simple intermediario entre las cosas. Por supuesto, la idea de que el valor del dinero se fije por acuerdos convencionales es aterradora para liberales y marxistas. Los primeros han vivido convencidos de que el precio de los productos se fija según una suerte de autorregulación natural producida por efecto de la demanda y la oferta en el mercado. Para los segundos, el precio es la expresión de un valor casi matemático: fuerza de trabajo, más desgaste de la maquinaria, más plusvalor. Para ambos, en consecuencia, el mercado es una categoría "dura". Los liberales lo aman. Los marxistas lo odian. Para los liberales, el mercado es el lugar natural de la autorregulación; una especie de coliseo donde compiten capital y trabajo. Para los marxistas, es el lugar en donde se realiza, en última instancia, el plusvalor, esto es, el lugar en el que se consuma la explotación de los asalariados. Para los primeros, es el mercado, Dios. Para los segundos, Satán. Para ambos es causa inicial y final del proceso de producción, un determinante indeterminado. En ningún caso es lo que para Altvater —que viniendo del marxismo ha hecho un esfuerzo enorme por crear criterios relativos a una economía de bajos niveles entrópicos— sólo puede ser: "Un ensemble de formas sociales" (1992, pp. 74-75).

     Si no se quiere hacer teología en lugar de economía, tenemos siempre que pensar qué categorías indeterminadas no pueden existir pues, ¿quién y —cómo se— determina el mercado? La respuesta en este caso también es sencilla: las relaciones de poder que constituyen el mercado. Esto quiere decir que el mercado no sólo se conforma de acuerdo con la actuación de agentes económicos, sino que también intervienen factores extraeconómicos, como cultura, religión, poder político. Si el computador en el que estoy escribiendo cuesta más dinero que uno igual en Japón, es quizás porque los obreros alemanes están sindicalmente mejor organizados que los japoneses. Si el vaso de vino que beberé es diez veces más barato que uno igual en Irán, es porque en este último país hay que comprar el vino en el mercado negro, pues el poder religioso de los Ayatolah lo ha determinado como pecaminoso. Si mi escritorio lo pagué a bajo precio; es porque en el bosque de donde viene todavía no se han organizado sus representantes, y porque sus fabricantes piensan que todo lo que viene de la naturaleza es gratis. En el primer cuso, el precio lo ha determinado el nivel de organización de los obreros; en el segundo, el poder político de una casta dominante; en el tercero, una cultura, la nuestra, que es esencialmente antiecológica. En los tres casos, el precio ha resultado de un juego donde intervienen factores extraeconómicos. Por lo tanto, el mercado no es sólo el lugar de competencia de productores y productos; es también el espacio en donde se conjugan y materializan múltiples relaciones que en ningún cuso pueden ser definidas como puramente económicas (Razetto, 1985, p, 126). La economía, en ese sentido, es tanto o más impura que la ecología.

     El cálculo exacto de valores y precios nunca ha sido posible en la práctica. Lo que muestra entonces la incorporación de los criterios incalculables que ofrece la ecología al pensamiento económico, es que la idea del cálculo económico, y sobre todo su traspaso exacto a los precios, es sólo una ilusión de la ciencia económica. Decir, en cambio, que el valor y los precios se rigen de acuerdo con convenciones en las que intervienen predominantemente relaciones no económicas, además de cuestionar a los economistas como dentistas puros, ofrece una perspectiva política que no es otra que la de organizar conscientemente las interferencias no económicas al interior del mercado. Eso implica enfrentar el superoptimismo de algunos liberales que suponen que el mercado posee propiedades poco menos que divinas, pues por su sola existencia regularía armónicamente valores y precios. También implica terminar con el pesimismo de algunos marxistas que piensan que la única función política que les queda es la de denunciar monótonamente la maldad del mercado, cosificado teóricamente —y en eso no se diferencian de los liberales— por ellos mismos. Una perspectiva, en cambio, que considere la posibilidad de interferir conscientemente la estructura del mercado, significa, al mismo tiempo, despedirse de la idea de que en algún lugar de la tierra hay un poder económico omnímodo que se autodetermina y que nos condena a ser meros espectadores de la degradación de la naturaleza y de la vida.

     La sola idea de que se postule la necesidad de interferir el mercado mediante fuerzas no económicas debe sonar a los partidarios de teorías económicas puras, como un sacrilegio sin nombre, ¿Interferir el mercado? ¿Vamos a insistir en un intervencionismo estatal que fracasó estrepitosamente en Europa oriental? Frente a esta justificada réplica, hay que dejar en claro que no toda interferencia en el mercado tiene que ser necesariamente estatal. El antagonismo; economía de libre mercado/estatismo, es esencialmente maniqueo. Las modas, los cambios culturales, los sentimientos colectivos, interfieren permanentemente el mercado, y son mani­festaciones que no tienen nada de estatales. Lo que se quiere, por tanto, formular aquí, es que un mercado no interferido por lo no-económico no ha existido nunca sino en la cabeza de algunos economistas; es una imposibilidad total. El mercado es también la articulación de las interferencias que lo constituyen. De lo que se trata, en consecuencia, es de asumir conscientemente una realidad dada; no de inventar un nuevo tipo de mercado, aunque sí de inventar un nuevo tipo de economistas que no sólo sepan economía, pues quien sólo sabe economía, no sabe nada de economía. Como dijo una vez Galbraith; "No creo que alguien que sea sólo economista pueda tener algún significado para el mundo real" (1988, p. 103).


Por Fernando Mires. Extraído de la Revolución Que Nadie Soñó, o la otra posmodernidad.

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