Como ya ha sido dicho, el valor del desgaste de la
naturaleza no está involucrado, por falta de una tercera contabilidad, en el cálculo
valórico de cada producto y, por lo mismo, no forma parte del cálculo preciatorio.
Una nueva teoría del valor, parte central de la Segunda Crítica a la Economía
Política que —como también ha sido establecido— se encuentra en marcha, pasa
por incorporar en la producción la parte que se pierde de la naturaleza. Ahora
bien, este tipo de cálculo ofrece una breve dificultad; matemáticamente es
incalculable.
En
otro trabajo hacía una pregunta; "¿cuántas vidas vale un árbol?" (Mires, 1990,
p. 137). Porque ya se sabe que el proceso de desforestación aumenta la sequedad
de los suelos, apresura el recalentamiento de la atmósfera, derrite las capas
polares, hace subir el nivel del mar, provoca inundaciones; la sequedad de los
suelos, más las inundaciones, producen emigraciones en masa, las migraciones
superpueblan las ciudades, aumenta la miseria; la miseria produce
desintegración social, la desintegración social aumenta la población, el
aumento de la población causa daños ecológicos, la población sobrante se
apodera de terrenos boscosos; aumenta la desertificación, la sequedad, etc. En
síntesis: un círculo infernal. Imposible entonces saber cuántas vidas vale un
árbol. Sólo sabemos que un árbol menos es peligroso para la vida humana; y no
sólo para los que viven debajo de los árboles.
Cuántas vidas vale un árbol
es incuantificable. Pero sí es evaluable. La diferencia entre cuantificación y
evaluación, hay que señalarlo, no es semántica. Mediante una evaluación es
posible saber que con la desforestación, o con las emisiones de gases de
industrias y automóviles, se producen peligros para la vida humana. Lo que no
se sabe es cuántos peligros se producen, o cuántas personas morirán por efecto
de esos fenómenos. Ahora bien; una nueva teoría del valor que integre en su
composición orgánica el valor de la naturaleza, además del de la maquinaria y
del de la fuerza de trabajo, nos remite a la imposibilidad de calcular el valor
de los productos pero, a la vez, nos remite a la posibilidad de su evaluación. Ese es el quid del problema; formular una nueva teoría del valor que
reemplace el criterio de cuantificidad por el de evaluación, con lo que, de
paso, entraríamos a reemplazar una economía basada en cantidades por otra
basada en probabilidades.
¿Cómo traspasar entonces un
valor no cuantificable al nivel de precio, categoría esta última que no puede
ser sino cuantificable? Esa es la pregunta que se hará cualquier economista
moderno, La respuesta es, sencilla: estableciendo los precios de acuerdo con
convenciones que surjan de una evaluación general de las cosas. Esto supone
fijar precios de acuerdo con criterios incuantificables, con lo que en la
práctica, el dinero vuelve a ser aquello que nunca debió haber dejado de ser si
es que no hubiese sido transformado por los bancos en una mercancía en sí: un
simple intermediario entre las cosas. Por supuesto, la idea de que el valor del
dinero se fije por acuerdos convencionales es aterradora para liberales y
marxistas. Los primeros han vivido convencidos de que el precio de los productos
se fija según una suerte de autorregulación natural producida por efecto de la
demanda y la oferta en el mercado. Para los segundos, el precio es la expresión
de un valor casi matemático: fuerza de trabajo, más desgaste de la maquinaria,
más plusvalor. Para ambos, en consecuencia, el mercado es una categoría
"dura". Los liberales lo aman. Los marxistas lo odian. Para los
liberales, el mercado es el lugar natural de la autorregulación; una especie de
coliseo donde compiten capital y trabajo. Para los marxistas, es el lugar en
donde se realiza, en última instancia, el plusvalor, esto es, el lugar en el
que se consuma la explotación de los asalariados. Para los primeros, es el
mercado, Dios. Para los segundos, Satán. Para ambos es causa inicial y final
del proceso de producción, un determinante indeterminado. En ningún caso es lo
que para Altvater —que viniendo del marxismo ha hecho un esfuerzo enorme por
crear criterios relativos a una economía de bajos niveles entrópicos— sólo puede
ser: "Un ensemble de formas sociales" (1992, pp. 74-75).
Si no se quiere hacer teología en lugar de economía, tenemos siempre
que pensar qué categorías indeterminadas no pueden existir pues, ¿quién y —cómo
se— determina el mercado? La respuesta en este caso también es sencilla: las
relaciones de poder que constituyen el mercado. Esto quiere decir que el
mercado no sólo se conforma de acuerdo con la actuación de agentes económicos, sino
que también intervienen factores extraeconómicos, como cultura, religión, poder
político. Si el computador en el que estoy escribiendo cuesta más dinero que
uno igual en Japón, es quizás porque los obreros alemanes están sindicalmente
mejor organizados que los japoneses. Si el vaso de vino que beberé es diez
veces más barato que uno igual en Irán, es porque en este último país hay que
comprar el vino en el mercado negro, pues el poder religioso de los Ayatolah lo
ha determinado como pecaminoso. Si mi escritorio lo pagué a bajo precio; es
porque en el bosque de donde viene todavía no se han organizado sus
representantes, y porque sus fabricantes piensan que todo lo que viene de la
naturaleza es gratis. En el primer cuso, el precio lo ha determinado el nivel
de organización de los obreros; en el segundo, el poder político de una casta dominante;
en el tercero, una cultura, la nuestra, que es esencialmente antiecológica. En
los tres casos, el precio ha resultado de un juego donde intervienen factores extraeconómicos.
Por lo tanto, el mercado no es sólo el lugar de competencia de productores y
productos; es también el espacio en donde se conjugan y materializan múltiples
relaciones que en ningún cuso pueden ser definidas como puramente económicas (Razetto, 1985, p, 126). La
economía, en ese sentido, es tanto o más impura que la ecología.
El cálculo exacto
de valores y precios nunca ha sido posible en la práctica. Lo que muestra
entonces la incorporación de los criterios incalculables que ofrece la ecología
al pensamiento económico, es que la idea del cálculo económico, y sobre todo su
traspaso exacto a los precios, es sólo una ilusión de la ciencia económica.
Decir, en cambio, que el valor y los precios se rigen de acuerdo con
convenciones en las que intervienen predominantemente relaciones no económicas,
además de cuestionar a los economistas como dentistas puros, ofrece una
perspectiva política que no es otra que la de organizar conscientemente las
interferencias no económicas al interior del mercado. Eso implica enfrentar el
superoptimismo de algunos liberales que suponen que el mercado posee
propiedades poco menos que divinas, pues por su sola existencia regularía
armónicamente valores y precios. También implica terminar con el pesimismo de
algunos marxistas que piensan que la única función política que les queda es la
de denunciar monótonamente la maldad del mercado, cosificado teóricamente —y en
eso no se diferencian de los liberales— por ellos mismos. Una perspectiva, en
cambio, que considere la posibilidad de interferir conscientemente la estructura
del mercado, significa, al mismo tiempo, despedirse de la idea de que en algún
lugar de la tierra hay un poder económico omnímodo que se autodetermina y que
nos condena a ser meros espectadores de la degradación de la naturaleza y de la
vida.
La sola idea de que se postule la
necesidad de interferir el mercado mediante fuerzas no económicas debe sonar a los partidarios
de teorías económicas puras, como un sacrilegio sin nombre, ¿Interferir el
mercado? ¿Vamos a insistir en un intervencionismo estatal que fracasó
estrepitosamente en Europa oriental? Frente a esta justificada réplica, hay que
dejar en claro que no toda interferencia en el mercado tiene que ser
necesariamente estatal. El antagonismo; economía de libre mercado/estatismo, es esencialmente maniqueo. Las modas, los cambios culturales, los
sentimientos colectivos, interfieren permanentemente el mercado, y son manifestaciones
que no tienen nada de estatales. Lo que se quiere, por tanto, formular aquí, es
que un mercado no interferido por lo no-económico no ha existido nunca sino en
la cabeza de algunos economistas; es una imposibilidad total. El mercado es
también la articulación de las interferencias que lo constituyen. De lo que se
trata, en consecuencia, es de asumir conscientemente una realidad dada; no de
inventar un nuevo tipo de mercado, aunque sí de inventar un nuevo tipo de economistas
que no sólo sepan economía, pues quien sólo sabe economía, no sabe nada de
economía. Como dijo una vez Galbraith; "No creo que alguien que sea sólo
economista pueda tener algún significado para el mundo real" (1988, p.
103).
Por Fernando Mires. Extraído
de la Revolución Que Nadie Soñó, o la otra posmodernidad.
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