En la primera página de este tercer capítulo ya
avisa sobre la irresponsabilidad de los políticos. Dice que ante los vertidos,
escapes radiactivos y el cambio que supone el clima global, las autoridades
intentan tranquilizar lo que perciben como temores frívolos de los ciudadanos.
Nos dicen que por razones muy complicadas, los expertos consideran que el
riesgo es aceptable, los seres humanos deben aceptarlo para que continúe el
progreso. Ante ello Cousteau considera que la libertad, fraternidad, el albedrío
para tomar decisiones personales y el derecho a disponer de información veraz y
completa, éstos son valores que se ven comprometidos cuando unas autoridades
empujan a los miembros del público, de la ciudadanía a afrontar riesgos
peligrosos sin una cuidadosa evaluación previa, a menudo sin contar siquiera
con su consentimiento.
Hacer recortes en los planes de seguridad de las
centrales nucleares, hacer caso omiso de los riesgos para la salud que
representan ciertos productos químicos lucrativos, son ejemplos de riesgo que
no demuestran reverencia por la vida, solo indiferencia. No persiguen metas
humanitarias desinteresadas, solo el beneficio económico. Quienes lo inflingen
recogen los beneficios a corto plazo, mientras que son los ciudadanos quienes
lo afrontan y sufren los costos a largo plazo. Como vemos, nada ha cambiado
desde que Cousteau afirmara estas verdades en su legado. Continuaba diciendo
que los riesgos públicos no razonables no se aceptan razonablemente. Con
demasiada frecuencia, estos riesgos se ocultan a la sociedad, censurados por
gobiernos e industrias que de manera ilógica citan el interés nacional como
justificación del peligro al que someten a los intereses humanos. Como se está
viendo con estas afirmaciones, Jacques era un estorbo para las instituciones
oficiales, para los políticos de su país y del resto de las naciones del mundo,
para las industrias contaminantes.
Esta capacidad crítica de Jacques, es la que ha
estado siendo ocultada mientras vivía, poniendo barreras a sus palabras, silencios
a sus declaraciones, muros a sus advertencias.
Mucha gente escribe, da por seguro que si el
gobierno ha aprobado un producto, éste debe ser seguro. Pero no es verdad. Los
tecnócratas nos están convirtiendo en temerarios. Los juegos de azar que nos
imponen a menudo ponen en riesgo nuestra seguridad en beneficio de metas que no
hacen avanzar la causa humana, sino que la socavan. Al apostar con nuestras
vidas a sus planes, quienes nos gobiernan no cumplen con el mandato de una
sociedad democrática, sino que la traicionan. No nos ennoblecen, sino que nos
convierten en víctimas. Y al consentir riesgos que han tenido como consecuencia
daños irreversibles para el medio ambiente, nosotros mismos no solo renunciamos
a nuestros propios derechos como ciudadanos. También nosotros victimizamos a
los no voluntarios últimos, a los niños del futuro, indefensos, sin voz y sin
voto.
Si la mala administración del riesgo en la
actualidad fuera solo un problema de políticos corruptos y técnicos malvados,
la historia sería más melodramática y el problema más fácil de resolver. Pero
los errores en la gestión del riesgo nacen del hecho de que, a medida que la
tecnología progresa, vamos perdiendo de vista hacia dónde queremos ir.
En una ocasión, un evaluador de riesgo o como
podríamos decir ahora, una compañía de seguros o un Ministerio de Economía,
valoró cada ave muerta por un vertido de petróleo a dólar la pieza.
Cousteau quedó atónito y le dijo: ¿Cómo se atreve a poner un valor en dólares a
un ave? ¿A la vida? Si vemos el catálogo de especies en peligro de extinción
que al entrar ilegalmente sin un documento que lo ampare, es considerado
contrabando, veremos como cada especie tienen presuntamente un valor. En esto
Cousteau estaba totalmente en contra. La vida no se vende, no tiene valor. No
puede asignarse un valor monetario a la vida sencillamente porque la vida
trasciende el valor económico, nos dice este genio en su libro. Una vez y otra
vez, han sido los valores de mercado, en lugar de los valores humanos, los que
han dictado las decisiones políticas.
Nos cuenta que cuando el consejero de un gobierno
minimizó la posibilidad de una catástrofe causada por la energía nuclear
afirmando que “los terremotos, los huracanes y los tornados son mucho más
probables y pueden tener consecuencias comparables a los de un accidente
nuclear, o incluso mayores”, olvidó mencionar la simple verdad que invalida
este argumento: no podemos prevenir los terremotos, los huracanes o los
tornados, pero podemos prevenir desastres tecnológicos innecesarios. Uno nos lo
hace la naturaleza; el otro, nos lo hacemos nosotros mismos.
Denuncia también que la industria utiliza de manera
habitual decenas de miles de sustancias químicas y que lo que la gente no sabe,
es que solo se han comprobado los efectos sobre la salud de aproximadamente un
20 por cien de los productos de uso diario. Si no sabemos nada sobre los
efectos individuales de miles de sustancias químicas, ¿cómo puede alguien
predecir los efectos que pueden tener una vez mezclados, en innumerables
combinaciones, en el aire y el agua donde los rociamos, emitimos y vertimos?
¿Realmente (se pregunta) nos importan tan poco nuestros hijos que también
nosotros podemos ignorar los costes desconocidos de tecnologías no probadas en
un futuro inimaginable?. Las autoridades anuncian urbi et orbi como
verdades incuestionables la seguridad de las tecnologías. Pero la historia ha
demostrado demasiado a menudo que son incuestionablemente erróneas. Se decía
que uno de cada 17.000 años por central nuclear, eran los riesgos de una
fusión del núcleo, según el Informe Rasmussen. Pero cuando las centrales
nucleares en conjunto llevaban 4.000 años de funcionamiento en el mundo, se
habían producido ya dos fusiones del núcleo. El de la central nuclear de
Chernóbil, irradió solo en Rusia a 75 millones de personas, produciendo la
muerte de decenas de miles que aún hoy continúa produciéndose víctimas mortales
y malformaciones. Lo mismo ocurrió con el Challenger, en las probabilidades
estaba un fallo entre 100.000 lanzamientos. Solo en 25 lanzamiento explotó por
los aires dejando ocho astronautas muertos. Son datos para reflexionar como así
lo ha hecho Cousteau en este magnífico libro.
Por ello, los responsables de las decisiones políticas,
continúa Jacques, nos abandonan a un juego de la ruleta rusa, pidiéndonos que
apretemos unos gatillos tecnológicos sin decirnos si hay balas en la recámara.
Esto no es dirigir. Esto no es democracia. Esto es dictadura tecnocrática,
dictadura del mercado.
Y hoy lo estamos viendo con la crisis y el poder
financiero que está realizando sin miramientos golpes de estado a las
democracias del mundo. Cousteau ya nos lo advertía: “dictadura del mercado”.
Dentro de este mismo capítulo, continúa diciendo que
después de que las naciones desarrolladas declararan que el tabaco era
perjudicial para la salud, las compañías tabacaleras comenzaron a comercializar
intensamente sus cigarrillos en países en vías de desarrollo donde la
información sobre los riesgos no se había divulgado ampliamente. Después de que
ciertos dispositivos para el control de natalidad provocaron daños internos y
esterilidad en mujeres de países desarrollados, las compañías farmacéuticas se
llevaron sus productos a naciones en vías de desarrollo donde las mujeres no
estaban informadas. Después de que la entonces Alemania Occidental prohibiera
la telidomida a causa de su vinculación con la focomelia, una malformación
congénita, su fabricante siguió vendiendo el fármaco, durante trece angustiosos
meses más, a italianos desinformados. Después de que el pueblo austriaco y el
alemán comprendieran la amenaza que suponían sus crecientes residuos
radiactivos, las industrias implicadas negociaron su envió a China, Egipto o
Somalia. Una práctica que hoy sigue en plena vigencia tras la muerte de
Cousteau hace ya más de catorce años. Decía que al negar a la gente el derecho
a la información sobre los riesgos que introducen en sus vidas diarias, los
responsables políticos les niegan los derechos que les corresponden como
ciudadanos. El señalaba que según escribía James Madison “Un gobierno popular
sin información popular o los medios para adquirirla, no es más que el prólogo
a una farsa o una tragedia, o quizás ambas”. Por desgracia, concluye, que en
todo el mundo son muchos los políticos que demuestran lo que dice Madison con
sus trágicas y absurdas maneras de imponer su voluntad: ahogando todas las
objeciones públicas en el caso de que se filtre a los ciudadanos la información
sobre los riesgos y burlándose de los miembros de la comunidad que
protestan, mofándose de ellos para desacreditarlos. Lo estamos viendo hoy en
día en los movimientos del 15M o diferentes ONGs cuando denuncian o cuando el
Proyecto Gran Simio fue ridiculizado por el Gobierno y la oposición en el
2006 y 2008.
La gente, sigue escribiendo, teme alzarse contra
las autoridades que imponen el peligro más de lo que temen el propio peligro.
Se confunde la temeridad con la bravura. Se desprecia a los “quejicas” por
bloquear la versión oficial del progreso, cuando en realidad aspiran al
verdadero progreso, el de presionar para que las tecnologías sean cada vez más
seguras.
En una placa expuesta a la entrada de la Exposición
Universal del Chicago de 1933, decía: La ciencia descubre. La tecnología
ejecuta. El hombre se adapta. ¿Es éste-dice Cousteau- el “progreso” que
queremos comprar con la moneda del riesgo humano? ¿Son la sumisión y la
resignación las metas por las que debemos jugarnos la vida o la vida de
nuestros hijos?
Continúa advirtiendo, que ningún periodista
que se precie puede considerar noticia el hecho de que los gobernantes y los
funcionarios mientan y que la gente lo sepa. Lo sorprendente, lo terrible, es
que la gente sepa que sus gobernantes mienten y no hagan nada al respecto.
En este sentido, Yacques se adelantaba a lo que iba a ocurrir en 2011,
con las manifestaciones ciudadanas de todo el mundo.
El problema de la democracia moderna, dice, no es
que la gente haya perdido el poder que tenía, sino que haya dejado de valorar
en su justa medida el poder que posee. Considérese esta asombrosa verdad: el hambre nunca ha asolado a una
democracia. Los déspotas pueden gestionar mal los recursos de su pueblo,
pueden consumir las arcas de sus naciones y pueden almacenar reservas de
alimentos para ellos mismos porque no tienen que dar cuenta de su fracaso como
dirigentes. Los sociólogos proponen que el arma más poderosa contra el
hambre es la libertad, la libertad del pueblo a pedir y recibir información, la
libertad del pueblo para participar en los asuntos públicos.
Por Pedro Pozas Terrados.
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