Notamos la creciente
preocupación en amplios sectores de las sociedades democráticas y libres por la
inmigración en masa que reciben y por las minorías que se van formando dentro
de sus fronteras que provienen de distintas culturas, con distintas costumbres,
además de con distintas instituciones y lealtades. Nos sentimos, por otro lado,
inmersos en la problemática de la violencia callejera, los arrebatos verbales
de odio y los crecientes apoyos a los grupos extremistas en determinados
países. Estas reacciones aunque censurables, responden en algunos a un
sentimiento de amenaza a su identidad y cultura, y se basan en las
preocupaciones evocadas por la globalización, las nuevas tecnologías de la
comunicación y una gradual pérdida de la soberanía nacional.
Reprochar esos sentimientos
a millones de personas llamándolas discriminadoras, excluyentes o hipócritas es
una política fácil que no resuelve un problema que va a más. Las ansiedades y
preocupaciones de la gente no deben dejar de ser tenidas en cuenta ni pueden
ser tratadas con eficacia etiquetándolas simplemente de racistas o xenófobas.
Diciendo a la gente que necesitan a los inmigrantes por razones económicas o
demográficas tampoco conseguiremos una discusión útil y válida, y mucho menos
podremos atajar sus profundas dudas para facilitar la acogida. El desafío que
tenemos delante es encontrar formas legítimas y prácticas para resolver a estas
preocupaciones de manera constructiva, a la vez que asegurarnos que estos
sentimientos no den lugar a otros prejuicios antisociales, de odio o dejen paso
a manifestaciones violentas.
Dos aproximaciones deben
ser evitadas: promover la asimilación a toda costa y el multiculturalismo
ilimitado. En primer lugar la asimilación (que exige el abandono por parte de
las minorías de sus distintas instituciones, culturas, valores, hábitos y
conexiones con sus países para adaptarse a la cultura de acogida) es
sociológicamente difícil de alcanzar e implica una ambición innecesaria. Está,
además, moralmente injustificada debido a nuestro respeto por las diferencias
más íntimas como son los dioses a los que rezamos.
En segundo lugar el
multiculturalismo ilimitado (que exige dejar de lado el concepto de valores
compartidos, lealtades e identidad para privilegiar diferencias étnicas y
religiosas, dando por hecho que las naciones pueden ser sustituidas por un gran
número de minorías diversas) es también innecesariamente extremista. Lo más
probable es que el multiculturalismo dé lugar a contragolpes antidemocráticos
ampliando los apoyos a grupos extremistas y llevando a partidos de extrema
derecha y líderes populistas a implementar políticas en contra de las minorías.
El multiculturalismo ilimitado no debe ser justificado normativamente porque no
reconoce los valores e instituciones sustentados por el grueso de nuestras
sociedades, tales como los derechos de la mujer o la validez de ciertos estilos
de vida alternativos.
El
enfoque que defendemos es el de la diversidad en la unidad. Este
principio se resume en que todos los miembros de una sociedad dada respetarán y
se adherirán completamente a esos valores básicos e instituciones que se
consideran parte del marco compartido de la sociedad. A la vez, cada grupo
social es libre para conservar su distinta subcultura (políticas, hábitos e
instituciones que no entren en conflicto con la parte esencial de aquello que
comparten con otros) y un fuerte sentido de lealtad a su país de origen, en
tanto que esto no interfiera en la lealtad hacia el país en el que se vive y no
entre en un conflicto de lealtades.
El
respeto por el conjunto y para todos es la esencia de nuestra postura. Observamos
que tal diversidad en la unidad enriquece más que amenaza la sociedad en su
conjunto y a su cultura, tal como se evidencia en campos que van desde la música
a la cocina, y más notablemente en la ampliación de nuestras ideas y de la
comprensión del mundo que nos rodea. Más allá de todo esto, observamos que en
cada sociedad la esencia compartida de la identidad y la cultura ha cambiado a
lo largo del tiempo y continuará haciéndolo en el futuro. Por lo tanto las
minorías que sostienen que esta esencia común no refleja sus valores pueden
actuar para intentar cambiarlos a través de la vía democrática y social
disponible para este propósito en las sociedades libres.
La unidad de la que
hablamos no está impuesta por leyes o regulaciones gubernamentales, ni tampoco
por los agentes de policía, sino que es una unidad que nace de la educación
cívica, de la comisión del bien común, de la historia de la nación, de los valores
compartidos, de las experiencias comunes, de las instituciones públicas, y de
los requisitos de buena vecindad a cumplir por las personas que viven juntas y
se enfrentan a los mismos retos desde el mismo rincón del mundo.
Tal diversidad en la unidad
permite que uno respete los derechos fundamentales, la forma de vida
democrática, los valores sociales esenciales, así como aquellos valores de las
minorías que no entren en conflicto con estos.
Qué elementos corresponden
a cada categoría - al ámbito de la unidad o de la diversidad - es un asunto que
se puede decidir fácilmente en muchos asuntos clave. Los derechos fundamentales
deben ser respetados por todos y cada uno. Por ejemplo, la discriminación
contra las mujeres no puede ser tolerada, sean cuales fueren los valores
culturales o religiosos de un grupo determinado. El respeto por la ley y el
orden es esencial. Las instituciones democráticas no son solo una opción más
entre muchas. Nadie que aspire a la ciudadanía en un país dado, o ser miembro
de una sociedad, puede pagar para librarse de las responsabilidades colectivas
que la sociedad ha contraído con sus acciones pasadas y para con otras
sociedades, asumidas por tratado o de alguna otra manera.
De igual modo, no se
requiere mucha reflexión para reconocer que no existe fundamento para impedir
que las minorías usen su lengua, o mantengan vínculos cercanos con otro país
(mientras no entre en conflicto con la lealtad al país donde viven,), y
procuren el conocimiento y ejercicio especial de su cultura.
Con todo ello no
pretendemos negar que son necesarias muchas deliberaciones y mucho diálogo
sobre aspectos conflictivos de la vida en común tales como lo referido a cómo
la ley y el orden deben ser interpretados, con qué dureza, y hasta dónde ha de
llegar al consenso democrático. La deliberación y el diálogo público son
cruciales antes de determinar qué temas entran dentro de la unidad o de la
diversidad, como veremos más adelante.
Resumiendo,
no debemos sacrificar la unidad o diversidad por la otra parte, pero debemos
reconocer que podemos aprender a vivir con mayor diversidad y a la vez proteger
bien la legítima unidad.
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