lunes, 30 de enero de 2012

Mensaje póstumo de Jacques Cousteau a la humanidad (Parte II: Riesgo Público)


En la primera página de este tercer capítulo ya avisa sobre la irresponsabilidad de los políticos. Dice que ante los vertidos, escapes radiactivos y el cambio que supone el clima global, las autoridades intentan tranquilizar lo que perciben como temores frívolos de los ciudadanos. Nos dicen que por razones muy complicadas, los expertos consideran que el riesgo es aceptable, los seres humanos deben aceptarlo para que continúe el progreso. Ante ello Cousteau considera que la libertad, fraternidad, el albedrío para tomar decisiones personales y el derecho a disponer de información veraz y completa, éstos son valores que se ven comprometidos cuando unas autoridades empujan a los miembros del público, de la ciudadanía a afrontar riesgos peligrosos sin una cuidadosa evaluación previa, a menudo sin contar siquiera con su consentimiento.


Hacer recortes en los planes de seguridad de las centrales nucleares, hacer caso omiso de los riesgos para la salud que representan ciertos productos químicos lucrativos, son ejemplos de riesgo que no demuestran reverencia por la vida, solo indiferencia. No persiguen metas humanitarias desinteresadas, solo el beneficio económico. Quienes lo inflingen recogen los beneficios a corto plazo, mientras que son los ciudadanos quienes lo afrontan y sufren los costos a largo plazo. Como vemos, nada ha cambiado desde que Cousteau afirmara estas verdades en su legado. Continuaba diciendo que los riesgos públicos no razonables no se aceptan razonablemente. Con demasiada frecuencia, estos riesgos se ocultan a la sociedad, censurados por gobiernos e industrias que de manera ilógica citan el interés nacional como justificación del peligro al que someten a los intereses humanos. Como se está viendo con estas afirmaciones, Jacques era un estorbo para las instituciones oficiales, para los políticos de su país y del resto de las naciones del mundo, para las industrias contaminantes.

Esta capacidad crítica de Jacques, es la que ha estado siendo ocultada mientras vivía, poniendo barreras a sus palabras, silencios a sus declaraciones, muros a sus advertencias.

Mucha gente escribe, da por seguro que si el gobierno ha aprobado un producto, éste debe ser seguro. Pero no es verdad. Los tecnócratas nos están convirtiendo en temerarios. Los juegos de azar que nos imponen a menudo ponen en riesgo nuestra seguridad en beneficio de metas que no hacen avanzar la causa humana, sino que la socavan. Al apostar con nuestras vidas a sus planes, quienes nos gobiernan no cumplen con el mandato de una sociedad democrática, sino que la traicionan. No nos ennoblecen, sino que nos convierten en víctimas. Y al consentir riesgos que han tenido como consecuencia daños irreversibles para el medio ambiente, nosotros mismos no solo renunciamos a nuestros propios derechos como ciudadanos. También nosotros victimizamos a los no voluntarios últimos, a los niños del futuro, indefensos, sin voz y sin voto.

Si la mala administración del riesgo en la actualidad fuera solo un problema de políticos corruptos y técnicos malvados, la historia sería más melodramática y el problema más fácil de resolver. Pero los errores en la gestión del riesgo nacen del hecho de que, a medida que la tecnología progresa, vamos perdiendo de vista hacia dónde queremos ir.

En una ocasión, un evaluador de riesgo o como podríamos decir ahora, una compañía de seguros o un Ministerio de Economía, valoró  cada ave muerta por un vertido de petróleo a dólar la pieza. Cousteau quedó atónito y le dijo: ¿Cómo se atreve a poner un valor en dólares a un ave? ¿A la vida? Si vemos el catálogo de especies en peligro de extinción que al entrar ilegalmente sin un documento que lo ampare, es considerado contrabando, veremos como cada especie tienen presuntamente un valor. En esto Cousteau estaba totalmente en contra. La vida no se vende, no tiene valor. No puede asignarse un valor monetario a la vida sencillamente porque la vida trasciende el valor económico, nos dice este genio en su libro. Una vez y otra vez, han sido los valores de mercado, en lugar de los valores humanos, los que han dictado las decisiones políticas.

Nos cuenta que cuando el consejero de un gobierno minimizó la posibilidad de una catástrofe causada por la energía nuclear afirmando que “los terremotos, los huracanes y los tornados son mucho más probables y pueden tener consecuencias comparables a los de un accidente nuclear, o incluso mayores”, olvidó mencionar la simple verdad que invalida este argumento: no podemos prevenir los terremotos, los huracanes o los tornados, pero podemos prevenir desastres tecnológicos innecesarios. Uno nos lo hace la naturaleza; el otro, nos lo hacemos nosotros mismos.

Denuncia también que la industria utiliza de manera habitual decenas de miles de sustancias químicas y que lo que la gente no sabe, es que solo se han comprobado los efectos sobre la salud de aproximadamente un 20 por cien de los productos de uso diario. Si no sabemos nada sobre los efectos individuales de miles de sustancias químicas, ¿cómo puede alguien predecir los efectos que pueden tener una vez mezclados, en innumerables combinaciones, en el aire y el agua donde los rociamos, emitimos y vertimos? ¿Realmente  (se pregunta) nos importan tan poco nuestros hijos que también nosotros podemos ignorar los costes desconocidos de tecnologías no probadas en un futuro inimaginable?. Las autoridades anuncian urbi et orbi como verdades incuestionables la seguridad de las tecnologías. Pero la historia ha demostrado demasiado a menudo que son incuestionablemente erróneas. Se decía que uno de cada 17.000 años por central  nuclear, eran los riesgos de una fusión del núcleo, según el Informe Rasmussen. Pero cuando las centrales nucleares en conjunto llevaban 4.000 años de funcionamiento en el mundo, se habían producido ya dos fusiones del núcleo. El de la central nuclear de Chernóbil, irradió solo en Rusia a 75 millones de personas, produciendo la muerte de decenas de miles que aún hoy continúa produciéndose víctimas mortales y malformaciones. Lo mismo ocurrió con el Challenger, en las probabilidades estaba un fallo entre 100.000 lanzamientos. Solo en 25 lanzamiento explotó por los aires dejando ocho astronautas muertos. Son datos para reflexionar como así lo ha hecho Cousteau en este magnífico libro.

Por ello, los responsables de las decisiones políticas, continúa Jacques, nos abandonan a un juego de la ruleta rusa, pidiéndonos que apretemos unos gatillos tecnológicos sin decirnos si hay balas en la recámara. Esto no es dirigir. Esto no es democracia. Esto es dictadura tecnocrática, dictadura del mercado.

Y hoy lo estamos viendo con la crisis y el poder financiero que está realizando sin miramientos golpes de estado a las democracias del mundo. Cousteau ya nos lo advertía: “dictadura del mercado”.

Dentro de este mismo capítulo, continúa diciendo que después de que las naciones desarrolladas declararan que el tabaco era perjudicial para la salud, las compañías tabacaleras comenzaron a comercializar intensamente sus cigarrillos en países en vías de desarrollo donde la información sobre los riesgos no se había divulgado ampliamente. Después de que ciertos dispositivos para el control de natalidad provocaron daños internos y esterilidad en mujeres de países desarrollados, las compañías farmacéuticas se llevaron sus productos a naciones en vías de desarrollo donde las mujeres no estaban informadas. Después de que la entonces Alemania Occidental prohibiera la telidomida a causa de su vinculación con la focomelia, una malformación congénita, su fabricante siguió vendiendo el fármaco, durante trece angustiosos meses más, a italianos desinformados. Después de que el pueblo austriaco y el alemán comprendieran la amenaza que suponían sus crecientes residuos radiactivos, las industrias implicadas negociaron su envió a China, Egipto o Somalia. Una práctica que hoy sigue en plena vigencia tras la muerte de Cousteau hace ya más de catorce años. Decía que al negar a la gente el derecho a la información sobre los riesgos que introducen en sus vidas diarias, los responsables políticos les niegan los derechos que les corresponden como ciudadanos. El señalaba que según escribía James Madison “Un gobierno popular sin información popular o los medios para adquirirla, no es más que el prólogo a una farsa o una tragedia, o quizás ambas”. Por desgracia, concluye, que en todo el mundo son muchos los políticos que demuestran lo que dice Madison con sus trágicas y absurdas maneras de imponer su voluntad: ahogando todas las objeciones públicas en el caso de que se filtre a los ciudadanos la información sobre los riesgos y burlándose  de los miembros de la comunidad que protestan, mofándose de ellos para desacreditarlos. Lo estamos viendo hoy en día en los movimientos del 15M o diferentes ONGs cuando denuncian o cuando el Proyecto Gran Simio fue ridiculizado por el Gobierno y la oposición  en el 2006 y 2008.

La gente, sigue escribiendo, teme alzarse contra las autoridades que imponen el peligro más de lo que temen el propio peligro. Se confunde la temeridad con la bravura. Se desprecia a los “quejicas” por bloquear la versión oficial del progreso, cuando en realidad aspiran al verdadero progreso, el de presionar para que las tecnologías sean cada vez más seguras.

En una placa expuesta a la entrada de la Exposición Universal del Chicago de 1933, decía: La ciencia descubre. La tecnología ejecuta. El hombre se adapta. ¿Es éste-dice Cousteau- el “progreso” que queremos comprar con la moneda del riesgo humano? ¿Son la sumisión y la resignación las metas por las que debemos jugarnos la vida o la vida de nuestros hijos?

Continúa advirtiendo, que ningún periodista que se precie puede considerar noticia el hecho de que los gobernantes y los funcionarios mientan y que la gente lo sepa. Lo sorprendente, lo terrible, es que la gente sepa que sus gobernantes mienten y no hagan nada al respecto. En este sentido, Yacques se adelantaba a lo que iba a ocurrir en 2011, con las manifestaciones ciudadanas de todo el mundo.

El problema de la democracia moderna, dice, no es que la gente haya perdido el poder que tenía, sino que haya dejado de valorar en su justa medida el poder que posee. Considérese esta asombrosa verdad: el hambre nunca ha asolado a una democracia. Los déspotas pueden gestionar mal los recursos de su  pueblo, pueden consumir las arcas de sus naciones y pueden almacenar reservas de alimentos para ellos mismos porque no tienen que dar cuenta de su fracaso como dirigentes. Los sociólogos proponen que el arma más poderosa contra el hambre es la libertad, la libertad del pueblo a pedir y recibir información, la libertad del pueblo para participar en los asuntos públicos.

Por Pedro Pozas Terrados.

No hay comentarios: