Un día tal que el 13 de Abril de 2002, la CGT de
León convocó una manifestación contra
la falta de tiempo. Pudo parecer una anécdota, pero quienes lo
convocamos pretendimos lanzar un debate, profundo y libertador, a la sociedad.
Hay algún foro específico, sobre este tema en la red, pero está visto que la
mayoría de las personas carece de tiempo para reflexionar al respecto.
Semejante carestía afecta a nuestra relación con todo lo que nos rodea. Y,
desde luego, es un problema sindical de primer orden. Debería serlo.
Hay un
dato significativo, como es que entre 1850 y 1950 el incremento de
productividad se tradujo en una reducción de la jornada laboral, hasta lograr
llegar a las 40 horas semanales. Sin embargo las cinco décadas siguientes, en
las que se ha incrementado la productividad y la aplicación tecnológica es muy
superior no ha sido así, incluso en muchos casos el número de horas de trabajo
es mayor y, además, mal pagadas. Según fuentes oficiales, que recoge la
Organización Internacional del Trabajo, el estrés laboral es el segundo
problema de salud europeo, sólo después del tabaco, sin que sea éste un dato
conocido por la opinión pública. ¿Acaso no habrá que poner un cartel en las
empresas que ponga: "el trabajo precario y temporal es malo para la
salud", además de anuncios en televisión sobre esta cuestión?
Por sí
sólo estos datos son preocupantes. Pero es mucho más, pues se convierte en un
problema social que se transmite de lo económico a las demás facetas de la
vida. Asimismo la falta de tiempo es un elemento mediante el cual se nos domina
y con el cual construimos el Poder. Luego nos impone pautas y conductas,
pensamientos y emociones, a cada individuo concreto. Lo novedoso es que, por
paradójico que parezca, tales pautas parten de cada sujeto. Es a través de la
falta de tiempo por donde podemos darnos cuenta de cómo se construye el Poder y
somos dominados, sin darnos cuenta, porque somos los ejecutores y
las víctimas, al mismo tiempo, de dicho proceso, que deberá ser estudiado en
profundidad, ya que es un factor nuevo que si no se comprende es imposible
controlar y, mucho menos luchar contra él. Esta nueva categoría no es sino una
fase más en la evolución del Poder. Por ende la lucha contra la merma de
libertades debe avanzar en este sentido. Si no lo tenemos en cuenta las demás
luchas serán estériles. Para entender esta situación pensemos algo tan cotidiano
como es encender la televisión. Tenemos la libertad de elegir el canal que
queramos, de poner en funcionamiento o no el aparato. Pues se ha convertido en
el electrodoméstico más usado y una forma de ocio permanente, que ocupa un
lugar privilegiado en nuestros hogares. Los programas más bodrios son los que
más audiencias tienen, sin que en apariencia nadie ni nada nos obligue a ello.
Como audiencia construimos una industria de la imagen que mueve miles de
millones de euros, y a la vez nos somete a su programación y a su visión del
mundo-consumo.
No es lo
mismo ir de prisa que ir con prisa. El problema es cuando las prisas forman
parte de nuestro ritmo vital. Llegamos a tener prisa como una sensación
permanente, independientemente de que tengamos que ir rápido o no. Dicha
sensación es lo que, de una manera aproximada, podemos llamar estrés. Pero
normalizamos tal sensación, al querer justificarla y hacemos más y más cosas
porque tenemos prisa, o mejor decir: tenemos sensación de prisa. O sea: no
tenemos prisa porque tengamos mucho que hacer, sino que hacemos muchas cosas
porque sentimos la prisa dentro de nosotros. Esto puede ser una
paradoja teórica, pero nos va a permitir comprender muchas situaciones que
tienen que ver con el mundo laboral moderno y con la economía actual.
En la
obra "En busca del tiempo perdido" Marcel Proust nos cuenta como las prisas comenzaron con el
ferrocarril, que cumple un horario inexorable, que no espera, lo cual supuso un
cambio en la forma de vida de aquella sociedad. Otra ora moderna que lo
denuncia es "Momo" de Michel
Ende, en la que los hombres grises se dedican a robar el tiempo de
vivir, de pensar, de mirar, de pasear, a los seres humanos, cuando es un tesoro
que es necesario defender, pero antes hay que ser consciente de que no tiene
porque absorbernos de la manera en que lo hace esa permanente fala de tiempo.
La prisa
es un ritmo que afecta a nuestra vida cotidiana. Nos impide elegir actividades
que requieren reposo, sosiego, como son leer, reflexionar, asistir a reuniones,
tertulias, charlar... No tenemos tiempo para este tipo de actividades, pero sí
para otras, que requieren de un ritmo trepidante: dar una vuelta por un centro
comercial lleno de barullo, ir de bares, asistir a actividades masivas,
en las que siempre hay que estar entrando a empujones. Ser espectadores de
espectáculos que hacen pasar el tiempo de manera rápida. Un efecto de semejante
ritmo es hacer zapping al ver la televisión, convertir las noticias de prensa
en un estímulo de ansiedad, en lugar de reflexión. Se ven a toda velocidad en
los telediarios, o se leen rápidamente en la prensa, después de haberse escrito
y realizadas a una velocidad de vértigo, para el consumo de sensaciones de
actualidad. Se pierden, de esta manera, las referencias históricas de
cualquier suceso, para convertirlo en un espectáculo mediático, y entramos en
dicho juego cuando reducimos a ello las luchas sociales, sindicales o
políticas. Se vacían de contenido.
La
realidad ha cambiado tanto que muchos aspectos se han invertido, sin que nos
hayamos parado a pensar sobre ello. Hasta hace medio siglo la actividad fue una
manera de tener conciencia del mundo. Poco a poco, la actividad insistente y
acelerada hace que ocurra lo contrario, perdemos la conciencia
sobre el mundo cuanta más actividad tenemos, especialmente la actividad
material del trabajo. En la película Mary
Popins, el deshollinador, un amigo de ésta, le dice a George Bans,
ejecutivo de un banco: "Un hombre tan importante ¡paseando con sus
hijos! Un futuro gigante de las finanzas no debe malgastar su precioso tiempo
en esas tonterías que no sirven para nada. Si un hijo está triste o alegre no
vale para nada para un hombre que siempre sabe lo que tiene que hacer y que no
tiene tiempo y mucho menos para hacer felices a los demás".
Ya no es
una realidad externa la única que nos domina, sino que sucede un
conflicto interno en relación a nuestra autenticidad, que deja de serlo, cuando
nos doblegamos a las condiciones que nos impone un ritmo social que aceptamos
como lo real, cuando ni mucho menos lo es. Da la sensación de que nuestra vida
es un producto más de la tecnología, que impone su ritmo. Es una construcción
social como cualquier otra, que asumimos. No sólo eso, sino que las prisas son un
elemento socializador de primer orden. A los hijos e hijas se les mete prisa
para llegar pronto al colegio, para coger el autobús, para que recojan los
juguetes, las prisas son una constante en la educación de la infancia. No es
desechable el dato de que un 40% de niños españoles padecen estrés como
enfermedad y otro 10% depresión. Añadamos a este dato el de los accidentes de
tráfico, fundamentalmente entre jóvenes, que se deben en el 87% de los casos al
exceso de velocidad.
La prisa
es un elemento dinamizador, símbolo de eficacia y nos acabamos sacrificando
para su consecución, igual que en otras épocas se sacrificó la vida a los
dioses. La prisa es una forma de creencia, que llevamos tan dentro que forma ya
parte de nuestro ser. En el mundo laboral se estableció, con el modelo de
producción taylorista, la eficiencia, es decir, la eficacia por unidad de
tiempo. Lo que significó organizar de una manera determinada el empleo
industrial fue aplicándose, en pro de la eficacia, al sector servicios, luego
al mismo consumidor, que se le organizó en función al tiempo. Un ejemplo
pionero fueron los viajes programados de ir doce horas a París, nueve a Viena,
y recorrer en siete días varios países en cadena haciendo fotos y dejando
constancia de haber estado allí. En la actualidad los juegos de ordenador
se basan en lograr unos objetivos en unidades de tiempo cada vez más
rápidas. Poco a poco la eficiencia es un modo de producir y de consumir.
También de vivir. Fijémonos en que una información de una biblioteca de
Japón tardaríamos mínimo cinco días en conseguirla, la podemos bajar por
internet en unos segundos. Si por cualquier motivo tarda más de dos minutos el
usuario se desespera, grita al ordenador que no vale para nada. La aceleración
del tiempo nos carcome por dentro y no nos deja disfrutar de nuestra vida y su
entorno.
Compartimentamos
en unidades de tiempo la vida familiar, la relación con los amigos, incluso las
relaciones sexuales cada vez se compartimentan (planifican) más. Siempre
tenemos una razón a mano o queremos dar un sentido a algo que en verdad nos
arrastra. La política ya no se mide en ideas o proyectos sociales, sino en
resultados por unidades de tiempo que son periodos electorales o entre unas
elecciones y otras. De tal forma que la mercadotecnia anula la reflexión y el
pensamiento político. Las críticas y manifestaciones contra la guerra, por
ejemplo, llegaron a ser reduccionistas y simplonas. De forma que se logran unos
efectos mediáticos y nada más. De esta manera estamos dominados, sin poder
lograr una transformación de la realidad. Precisamente porque tenemos la
sensación de que se trasforma permanentemente, cuando no es sino una sensación,
que adquiere realidad en nuestra prisa interior, la ideología dominante y vacía
de hoy.
En los
últimos cincuenta años el desarrollo de la tecnología ha cambiado la vida
social en todos los ámbitos. Más que cualquier revolución de antaño, o algún
nuevo invento de otras épocas. La tecnología se extiende mediante su
comercialización y es lo que se conoce como "revolución silenciosa",
cambia hábitos, costumbres, relaciones laborales, y personales y mejora nuestra
salud. Ahora bien, sucede una paradoja. Por ejemplo respecto a la salud, hay
mejores medios técnicos para atender enfermedades o urgencias, nuevas tecnologías
para operar y curar enfermedades que hasta hace poco eran impensables, desde el
trasplante de pulmón, a todo lo que significa la clonación y células madres.
Pasando por operaciones con láser y demás. Pero esa misma tecnología genera
radiaciones, ondas electromagnéticas, contaminación y demás que afecta
negativamente a la salud, física y psíquica, de la población.
Se
supuso que la tecnología iba a sustituir una gran parte del trabajo de
los seres humanos, tal es su sentido y esencia, lo que nos permitiría
tener más tiempo disponible. Lo que ha sucedido es que la vivencia del tiempo
se ha acelerado, la tecnología ha impuesto un ritmo, que unido a la mentalidad
de eficacia, arrastra y controla nuestras vidas. En lugar de disfrutar los
nuevos avances, los padecemos. En cualquier trabajo el ahorro de tiempo,
gracias a las nuevas tecnologías, es de un 50% como mínimo. Pero no
se reduce el tiempo laboral, sino que se incrementa. Por ejemplo en la banca,
se traduce en horas extras y fuera del horario laboral. Sobran horas, y lo que
se hace es prejubilar a un porcentaje amplio de la plantilla, pero los demás
ocupan más tiempo laboral. El trabajo doméstico es mucho más cómodo con los
electrodomésticos. Se suponía que cada vez sería más compatible el trabajo
casero con el de afuera. El resultado es que las mujeres entre 35 y 55 años
padecen tres veces más la enfermedad del estrés laboral que el resto de la
población, tal como aporta el estudio de Vicenc Navarro.
El
problema del sometimiento moderno sucede desde una mentalidad determinada, de
manera que acontece un conflicto mental, bastante extendido, como
elemento visible. En este terreno sucede el estrés. Como analizó Michael
Foucault el conflicto mental sólo se soluciona cuando se establecen nuevas
relaciones con el medio. Lo que quiere decir que actualmente tenemos que
plantearnos nuevos ritmos y una nueva relación con el tiempo. Lo cual es
un cambio muy profundo en el seno de nuestra economía, la cual ha invertido el
sentido del trabajo. Por una parte el empleo ha dejado de ser un medio para
resolver necesidades de subsistencia o de enriquecimiento y se convierte en una
finalidad, de manera que se crean necesidades e incentivos fiscales para
promover la creación de puestos de trabajo, lo cual es absurdo y acaba
perjudicando a la sociedad en su conjunto. Por otro lado se han creado los
créditos al consumo y masificado las hipotecas, para dinamizar la economía
mediante el endeudamiento. Con lo cual sucede algo sumamente tergiversador de
la realidad, como es que se transforma el hecho de trabajar para consumir en
función a las posibilidades de cada cual en consumir para luego tener que
trabajar, de cara a mantener ese ritmo de consumo. De manera que un trabajo
en la familia es insuficiente, hay que buscar otras fuentes de ingreso y así se
entra en una espiral en la que no queda tiempo ni para disfrutar de ese
consumo. Es una rueda que nos atrapa. No sabemos cómo, porque no nos paramos a
pensar sobre nuestra manera de vivir.
La
rapidez de cómo sucede todo esto hace que no nos demos cuenta y entramos en una
inercia que hace que funcione por sí solo este engranaje, del cual es muy
difícil salir. De alguna manera el Poder, como diría Foucault, se construye, y lo estamos
construyendo desde dentro, de manera que quedamos atrapados en él. Y no sólo es
represivo, sino que produce, pero no sólo consumo, sino prisa. De esta
manera, a la vez que se privatizan los bienes públicos, dejamos de ser
ciudadanos y ciudadanas para pasar a ser clientes, tanto de productos,
como de partidos políticos, o actos culturales. Porque la falta de tiempo
afecta a nuestra comunicación con el mundo y a nuestra manera de ser.
El
tiempo también se construye y su vivencia en la actualidad tiene mucho que ver
con la técnica. En la obra "El Ser y el Tiempo" Martín Heidegger analiza este tema.
Cuando reflexiona al respecto empieza a emerger el tiempo como problema social.
Hoy vivimos su apogeo. Por tal motivo sus palabras adquieren gran actualidad.
Para este filósofo existencialista "el ser es el tiempo, como sentido de
ser en el tiempo". Y lo relaciona con la técnica, la cual, según él, no es
nada técnico, sino que hace que suceda sin un debate, sin una reflexión. El
resultado es la supeditación del individuo a la técnica, siendo ésta la que
marcará el ritmo de vivir. Pensemos que actualmente estamos a los albores
de una nueva dimensión social. Podemos darnos cuenta del fenómeno de la prisa,
pero el gran debate sobre los avances científicos se desarrolla sin cauce
político, sin ser capaces de colocar sus resultados desde el pensamiento social
y político. Temas como la clonación, la agricultura transgénica, o nuevas
formas energéticas deben ser conocidas y razonar su desarrollo.
Para Heidegger el tiempo se presenta a la
conciencia como intuición vacía, por eso se muestra en el tiempo. Llega un
momento en el que la función del tiempo se apodera del ser. Es lo mismo que un
caballo de carreras, llega un momento en el que pierde su sentido de animal, de
correr como algo propio y se convierte en una mercancía, en un objeto. De la
misma manera las personas modernas pierden la capacidad de ser sujetos, y
pasamos a ser objetos de un mundo económico que nos domina y define. La cura de
esta situación puede parecerse a lo que el filósofo al que nos hemos referido
llama "temporar la temporalidad", en un sentido
fenomenológico, lo cual quiere decir que la lucha por tener libertades y
ejercerlas debe acompañarse de otra más profunda y necesaria, que es la de ser
libres En este proceso adquiere gran relieve la capacidad de tomar conciencia
de nuestro tiempo y controlar nuestro ritmo, antes de que nos siga dominando a
nosotros, a partir lo cual viene el convertirnos en objetos de un mercado
global, ser engranajes de una maquinaría productiva que nos arroja al consumo
de manera que nos transformamos en objetos de la economía, lo mismo que los
fanáticos lo son de sus creencias religiosas o ideologías políticas. Como
dirían los bosquimanos de África: "vosotros tenéis los relojes, nosotros el tiempo”.
Por Ramiro Pinto: escritor, miembro de la asociación
ARENCI y miembro del consejo científico de Ecopolítica.
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