viernes, 21 de octubre de 2011

La falta de tiempo


Un día tal que el 13 de Abril de 2002, la CGT de León convocó una manifestación contra la falta de tiempo. Pudo parecer una anécdota, pero quienes lo convocamos pretendimos lanzar un debate, profundo y libertador, a la sociedad. Hay algún foro específico, sobre este tema en la red, pero está visto que la mayoría de las personas carece de tiempo para reflexionar al respecto. Semejante carestía afecta a nuestra relación con todo lo que nos rodea. Y, desde luego, es un problema sindical de primer orden. Debería serlo.

     Hay un dato significativo, como es que entre 1850 y 1950 el incremento de productividad se tradujo en una reducción de la jornada laboral, hasta lograr llegar a las 40 horas semanales. Sin embargo las cinco décadas siguientes, en las que se ha incrementado la productividad y la aplicación tecnológica es muy superior no ha sido así, incluso en muchos casos el número de horas de trabajo es mayor y, además, mal pagadas. Según fuentes oficiales, que recoge la Organización Internacional del Trabajo, el estrés laboral es el segundo problema de salud europeo, sólo después del tabaco, sin que sea éste un dato conocido por la opinión pública. ¿Acaso no habrá que poner un cartel en las empresas que ponga: "el trabajo precario y temporal es malo para la salud", además de anuncios en televisión sobre esta cuestión?

     Por sí sólo estos datos son preocupantes. Pero es mucho más, pues se convierte en un problema social que se transmite de lo económico a las demás facetas de la vida. Asimismo la falta de tiempo es un elemento mediante el cual se nos domina y con el cual construimos el Poder. Luego nos impone pautas y conductas, pensamientos y emociones, a cada individuo concreto. Lo novedoso es que, por paradójico que parezca, tales pautas parten de cada sujeto. Es a través de la falta de tiempo por donde podemos darnos cuenta de cómo se construye el Poder y somos dominados, sin darnos cuenta, porque somos  los ejecutores y las víctimas, al mismo tiempo, de dicho proceso, que deberá ser estudiado en profundidad, ya que es un factor nuevo que si no se comprende es imposible controlar y, mucho menos luchar contra él. Esta nueva categoría no es sino una fase más en la evolución del Poder. Por ende  la lucha contra la merma de libertades debe avanzar en este sentido. Si no lo tenemos en cuenta las demás luchas serán estériles. Para entender esta situación pensemos algo tan cotidiano como es encender la televisión. Tenemos la libertad de elegir el canal que queramos, de poner en funcionamiento o no el aparato. Pues se ha convertido en el electrodoméstico más usado y una forma de ocio permanente, que ocupa un lugar privilegiado en nuestros hogares. Los programas más bodrios son los que más audiencias tienen, sin que en apariencia nadie ni nada nos obligue a ello. Como audiencia construimos una industria de la imagen que mueve miles de millones de euros, y a la vez nos somete a su programación y a su visión del mundo-consumo.

     No es lo mismo ir de prisa que ir con prisa. El problema es cuando las prisas forman parte de nuestro ritmo vital. Llegamos a tener prisa como una sensación permanente, independientemente de que tengamos que ir rápido o no. Dicha sensación es lo que, de una manera aproximada, podemos llamar estrés. Pero normalizamos tal sensación, al querer justificarla y hacemos más y más cosas porque tenemos prisa, o mejor decir: tenemos sensación de prisa. O sea: no tenemos prisa porque tengamos mucho que hacer, sino que hacemos muchas cosas porque sentimos la prisa dentro de nosotros.  Esto puede ser una paradoja teórica, pero nos va a permitir comprender muchas situaciones que tienen que ver con el mundo laboral moderno y con la economía actual.

     En la obra "En busca del tiempo perdido" Marcel Proust nos cuenta como las prisas comenzaron con el ferrocarril, que cumple un horario inexorable, que no espera, lo cual supuso un cambio en la forma de vida de aquella sociedad. Otra ora moderna que lo denuncia es "Momo" de Michel Ende, en la que los hombres grises se dedican a robar el tiempo de vivir, de pensar, de mirar, de pasear, a los seres humanos, cuando es un tesoro que es necesario defender, pero antes hay que ser consciente de que no tiene porque absorbernos de la manera en que lo hace esa permanente fala de tiempo.

     La prisa es un ritmo que afecta a nuestra vida cotidiana. Nos impide elegir actividades que requieren reposo, sosiego, como son leer, reflexionar, asistir a reuniones, tertulias, charlar... No tenemos tiempo para este tipo de actividades, pero sí para otras, que requieren de un ritmo trepidante: dar una vuelta por un centro comercial lleno de barullo, ir de bares, asistir a actividades  masivas, en las que siempre hay que estar entrando a empujones. Ser espectadores de espectáculos que hacen pasar el tiempo de manera rápida. Un efecto de semejante ritmo es hacer zapping al ver la televisión, convertir las noticias de prensa en un estímulo de ansiedad, en lugar de reflexión. Se ven a toda velocidad en los telediarios, o se leen rápidamente en la prensa, después de haberse escrito y realizadas a una velocidad de vértigo, para el consumo de sensaciones de actualidad. Se pierden,  de esta manera, las referencias históricas de cualquier suceso, para convertirlo en un espectáculo mediático, y entramos en dicho juego cuando reducimos a ello las luchas sociales, sindicales o políticas. Se vacían de contenido.

     La realidad ha cambiado tanto que muchos aspectos se han invertido, sin que nos hayamos parado a pensar sobre ello. Hasta hace medio siglo la actividad fue una manera de tener conciencia del mundo. Poco a poco, la actividad insistente y acelerada hace que ocurra lo contrario,   perdemos la conciencia sobre el mundo cuanta más actividad tenemos, especialmente la actividad material del trabajo. En la película Mary Popins, el deshollinador, un amigo de ésta, le dice a  George Bans, ejecutivo de un banco: "Un hombre tan importante ¡paseando con sus hijos! Un futuro gigante de las finanzas no debe malgastar su precioso tiempo en esas tonterías que no sirven para nada. Si un hijo está triste o alegre no vale para nada para un hombre que siempre sabe lo que tiene que hacer y que no tiene tiempo y mucho menos para hacer felices a los demás".

     Ya no es una realidad externa la única que  nos domina, sino que sucede un conflicto interno en relación a nuestra autenticidad, que deja de serlo, cuando nos doblegamos a las condiciones que nos impone un ritmo social que aceptamos como lo real, cuando ni mucho menos lo es. Da la sensación de que nuestra vida es un producto más de la tecnología, que impone su ritmo. Es una construcción social como cualquier otra, que asumimos. No sólo eso, sino que las prisas son un elemento socializador de primer orden. A los hijos e hijas se les mete prisa para llegar pronto al colegio, para coger el autobús, para que recojan los juguetes, las prisas son una constante en la educación de la infancia. No es desechable el dato de que un 40% de niños españoles padecen estrés como enfermedad y otro 10% depresión. Añadamos a este dato el de los accidentes de tráfico, fundamentalmente entre jóvenes, que se deben en el 87% de los casos al exceso de velocidad.

     La prisa es un elemento dinamizador, símbolo de eficacia y nos acabamos sacrificando para su consecución, igual que en otras épocas se sacrificó la vida a los dioses. La prisa es una forma de creencia, que llevamos tan dentro que forma ya parte de nuestro ser. En el mundo laboral se estableció, con el modelo de producción taylorista, la eficiencia, es decir, la eficacia por unidad de tiempo. Lo que significó organizar de una manera determinada el empleo industrial fue aplicándose, en pro de la eficacia, al sector servicios, luego al mismo consumidor, que se le organizó en función al tiempo. Un ejemplo pionero fueron los viajes programados de ir doce horas a París, nueve a Viena, y recorrer en siete días varios países en cadena haciendo fotos y dejando constancia de haber estado allí.  En la actualidad los juegos de ordenador se basan en lograr unos objetivos en unidades de tiempo cada vez más rápidas.  Poco a poco la eficiencia es un modo de producir y de consumir. También de vivir.  Fijémonos en que una información de una biblioteca de Japón tardaríamos mínimo cinco días en conseguirla, la podemos bajar por internet en unos segundos. Si por cualquier motivo tarda más de dos minutos el usuario se desespera, grita al ordenador que no vale para nada. La aceleración del tiempo nos carcome por dentro y no nos deja disfrutar de nuestra vida y su entorno.

     Compartimentamos en unidades de tiempo la vida familiar, la relación con los amigos, incluso las relaciones sexuales cada vez se compartimentan (planifican) más. Siempre tenemos una razón a mano o queremos dar un sentido a algo que en verdad nos arrastra. La política ya no se mide en ideas o proyectos sociales, sino en resultados por unidades de tiempo que son periodos electorales o entre unas elecciones y otras. De tal forma que la mercadotecnia anula la reflexión y el pensamiento político. Las críticas y manifestaciones contra la guerra, por ejemplo, llegaron a ser reduccionistas y simplonas. De forma que se logran unos efectos mediáticos y nada más. De esta manera estamos dominados, sin poder lograr una transformación de la realidad. Precisamente porque tenemos la sensación de que se trasforma permanentemente, cuando no es sino una sensación, que adquiere realidad en nuestra prisa interior, la ideología dominante y vacía de hoy.

     En los últimos cincuenta años el desarrollo de la tecnología ha cambiado la vida social en todos los ámbitos. Más que cualquier revolución de antaño, o algún nuevo invento de otras épocas. La tecnología se extiende mediante su comercialización y es lo que se conoce como "revolución silenciosa", cambia hábitos, costumbres, relaciones laborales, y personales y mejora nuestra salud. Ahora bien, sucede una paradoja. Por ejemplo respecto a la salud, hay mejores medios técnicos para atender enfermedades o urgencias, nuevas tecnologías para operar y curar enfermedades que hasta hace poco eran impensables, desde el trasplante de pulmón, a todo lo que significa la clonación y células madres. Pasando por operaciones con láser y demás. Pero esa misma tecnología genera radiaciones, ondas electromagnéticas, contaminación y demás que afecta negativamente  a la salud, física y psíquica, de la población.

     Se supuso que la tecnología  iba a sustituir una gran parte del trabajo de los seres humanos,  tal es su sentido y esencia,  lo que nos permitiría tener más tiempo disponible. Lo que ha sucedido es que la vivencia del tiempo se ha acelerado, la tecnología ha impuesto un ritmo, que unido a la mentalidad de eficacia, arrastra y controla nuestras vidas. En lugar de disfrutar los nuevos avances, los padecemos. En cualquier trabajo el ahorro de tiempo, gracias a las nuevas tecnologías,  es de un 50% como mínimo.  Pero no se reduce el tiempo laboral, sino que se incrementa. Por ejemplo en la banca, se traduce en horas extras y fuera del horario laboral. Sobran horas, y lo que se hace es prejubilar a un porcentaje amplio de la plantilla, pero los demás ocupan más tiempo laboral. El trabajo doméstico es mucho más cómodo con los electrodomésticos. Se suponía que cada vez sería más compatible el trabajo casero con el de afuera. El resultado es que las mujeres entre 35 y 55 años padecen tres veces más la enfermedad del estrés laboral que el resto de la población, tal como aporta el estudio de Vicenc Navarro.

     El problema del sometimiento moderno sucede desde una mentalidad determinada, de manera que acontece un conflicto mental, bastante extendido,  como elemento visible. En este terreno sucede el estrés. Como analizó Michael Foucault el conflicto mental sólo se soluciona cuando se establecen nuevas relaciones con el medio. Lo que quiere decir que actualmente tenemos que plantearnos nuevos ritmos  y una nueva relación con el tiempo. Lo cual es un cambio muy profundo en el seno de nuestra economía, la cual ha invertido el sentido del trabajo. Por una parte el empleo ha dejado de ser un medio para resolver necesidades de subsistencia o de enriquecimiento y se convierte en una finalidad, de manera que se crean necesidades e incentivos fiscales para promover la creación de puestos de trabajo, lo cual es absurdo y acaba perjudicando a la sociedad en su conjunto. Por otro lado se han creado los créditos al consumo y masificado las hipotecas, para dinamizar la economía mediante el endeudamiento. Con lo cual sucede algo sumamente tergiversador de la realidad, como es que se transforma el hecho de trabajar para consumir en función a las posibilidades de cada cual en consumir para luego tener que trabajar, de cara a mantener ese ritmo de consumo. De manera que un trabajo en la familia es insuficiente, hay que buscar otras fuentes de ingreso y así se entra en una espiral en la que no queda tiempo ni para disfrutar de ese consumo. Es una rueda que nos atrapa. No sabemos cómo, porque no nos paramos a pensar sobre nuestra manera de vivir.

     La rapidez de cómo sucede todo esto hace que no nos demos cuenta y entramos en una inercia que hace que funcione por sí solo este engranaje, del cual es muy difícil salir.  De alguna manera el Poder, como diría Foucault, se construye, y lo estamos construyendo desde dentro, de manera que quedamos atrapados en él. Y no sólo es represivo, sino que produce, pero no sólo consumo, sino prisa.  De esta manera, a la vez que se privatizan los bienes públicos, dejamos de ser ciudadanos y ciudadanas para pasar a ser clientes,  tanto de productos, como de partidos políticos, o actos culturales. Porque la falta de tiempo afecta a nuestra comunicación con el mundo y a nuestra manera de ser.

     El tiempo también se construye y su vivencia en la actualidad tiene mucho que ver con la técnica. En la obra "El Ser y el Tiempo" Martín Heidegger analiza este tema. Cuando reflexiona al respecto empieza a emerger el tiempo como problema social. Hoy vivimos su apogeo. Por tal motivo sus palabras adquieren gran actualidad. Para este filósofo existencialista "el ser es el tiempo, como sentido de ser en el tiempo". Y lo relaciona con la técnica, la cual, según él, no es nada técnico, sino que hace que suceda sin un debate, sin una reflexión. El resultado es la supeditación del individuo a la técnica, siendo ésta la que marcará el ritmo de vivir. Pensemos que actualmente estamos  a los albores de una nueva dimensión social. Podemos darnos cuenta del fenómeno de la prisa, pero el gran debate sobre los avances científicos se desarrolla sin cauce político, sin ser capaces de colocar sus resultados desde el pensamiento social y político. Temas como la clonación, la agricultura transgénica, o nuevas formas energéticas deben ser conocidas y razonar su desarrollo.

     Para Heidegger el tiempo se presenta a la conciencia como intuición vacía, por eso se muestra en el tiempo. Llega un momento en el que la función del tiempo se apodera del ser. Es lo mismo que un caballo de carreras, llega un momento en el que pierde su sentido de animal, de correr como algo propio y se convierte en una mercancía, en un objeto. De la misma manera las personas modernas pierden la capacidad de ser sujetos, y pasamos a ser objetos de un mundo económico que nos domina y define. La cura de esta situación puede parecerse a lo que el filósofo al que nos hemos referido llama "temporar la temporalidad", en un sentido fenomenológico, lo cual quiere decir que la lucha por tener libertades y ejercerlas debe acompañarse de otra más profunda y necesaria, que es la de ser libres En este proceso adquiere gran relieve la capacidad de tomar conciencia de nuestro tiempo y controlar nuestro ritmo, antes de que nos siga dominando a nosotros, a partir lo cual viene el convertirnos en  objetos de un mercado global, ser engranajes de una maquinaría productiva que nos arroja al consumo de manera que nos transformamos en objetos de la economía, lo mismo que los fanáticos lo son de sus creencias religiosas o ideologías políticas. Como dirían los bosquimanos de África: "vosotros tenéis los relojes, nosotros el tiempo”.


Por Ramiro Pinto: escritor, miembro de la asociación ARENCI y miembro del consejo científico de Ecopolítica.

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