El “reformismo radical” (como la “utopía concreta”, o cualquier otra propuesta de este tipo) es una de las características más importantes del posicionamiento político de la ecología ¡Más importante incluso que la cuestión “a la izquierda”, “ni derecha, ni izquierda”, o “a otra parte”! Para aquellos y aquellas que venimos de una experiencia progresista previa, como la izquierda socialista o comunista, fue probablemente toda una sorpresa analizar la amplitud de las transformaciones que la ecología política implicó en la vida de las sociedades humanas.
Más allá de los derechos humanos o de la redistribución de las riquezas, del poder y la propiedad, la ecología política exige una transformación profunda de la vida material, de la manera misma de producir, consumir, de compartir la vida de la comunidad. En este sentido, aparece como “más radical” (yendo más a la raíz de las cosas) que todas las ideologías progresistas previas.
De la palabra “radical” a “revolucionario”, sólo hay un paso que se cruza fácilmente cuando se habla de “revolución energética”, “revolución de los transportes”… Pero, en francés, la palabra revolución presenta una connotación, no por sus objetivos (que se relega en los adjetivos: revolución socialista, revolución democrática…) sino por sus medios, que se oponen a “reforma”. La revolución es violenta, rápida, no institucional y a veces sangrienta. La reforma es progresiva, pacífica, negociada en un marco institucional con medios de presión no violentos incluso si están fuera de la legalidad: campañas de prensa, manifestaciones, huelgas, boicoteo, elecciones, negociaciones contractuales…
Los valores de la ecología política promueven claramente la elección de la reforma si, esta palabra se opone a la revolución brutal. Afirmamos que la democracia y la no violencia son los medios de solucionar los conflictos, nosotros somos responsables de los costes colaterales de una revolución violenta. Rechazamos la irresponsabilidad bonapartista y leninista del “se avanza, y luego ya se verá”, nosotros no eludimos la responsabilidad de lo que pase tras la revolución bajo la excusa de “nosotros no quisimos eso”. Predicamos la autonomía de cada uno y no la dictadura de algunos supuestamente iluminados.
La ecología política es pues un “reformismo radical”: ni reformismo de acompañamiento ni esperanza de la Gran Noche. Es lo que recordamos al citar a Paul Eluard: “Otro mundo es posible, pero está en éste”. Se avanza en lo real y se transforma.
Pero hay una razón más profunda: no tenemos el mismo concepto del tiempo que los revolucionarios de antes. No creemos que el tiempo “está a nuestro favor”, sino que influye contra nosotros. Es lo que expresaba aquí nuestro amigo Jacques Perreux, segundo de lista de Europe Ecologie y todavía Vicepresidente comunista del Val-de-Marne el 31 de diciembre de 09: “que una revolución socialista se retrase 10 años es, a los ojos de un marxista, muy dañino para aquellos que se encuentran explotados y oprimidos y que deben esperar, pero eso no cambia nada sobre el hecho de la transformación hacia el socialismo, y el desarrollo de las fuerzas productivas nivela más bien las dificultades. Al convertirme en ecologista, me di cuenta de lo contrario: cada día que pasa implica aún más contaminación y destrucciones irreversibles de nuestro ecosistema que no recuperaremos nunca”. Esta observación es muy justa, vale para el efecto invernadero, la degradación de la biodiversidad, la acumulación de los agentes en el agua y la tierra… ¡Y no olviden que ya valía para los explotados y los oprimidos que debían “esperar” su emancipación!
La radicalidad de una política ecologista se mide pues no sólo por su intensidad, sino también por la fecha en la que se produce. Es mejor reducir las emisiones de gas de efecto invernadero un 30% en los 10 próximos años que del 50% a partir de 2030.
Recuerdo haber discutido con viejos amigos «revolucionarios» (de esos que, en el Parlamento Europeo, rechazaron votar la tasa Tobin «para no mejorar el capitalismo financiero globalizado»), sobre el compendio de la participación de Los Verdes en la mayoría plural 1997/2002. Me decían: «no habéis obtenido gran cosa». En lugar de enumerar nuestros resultados reales (35 horas, paridad, Pacto Civil de Solidaridad, parada del Superphénix, del canal Rhin-Rhône, etc.), yo les preguntaba simplemente: ¿y vosotros? Me respondían “¿nosotros? ¡Pero si se suponía que nosotros no teníamos que obtener nada!” Esta posición de anti-reformistas que ya no creen en la revolución tiene hoy un nombre: el protestariado.
La posición protestataria es absolutamente necesaria para la sociedad. Es la que empuja a los reformistas radicales a acelerar el movimiento, a no dormirse en los laureles con el pretexto de que ya han obtenido algún pequeño resultado. Para ello dispone de una gran ventaja: «la utopía abstracta». Es decir, que si nada es posible en este mundo, otro mundo, diferente, es posible: la República (que era tan bella bajo el Imperio), el socialismo (que era tan bello bajo el capitalismo). Es evidente que tiene gran fuerza el poder dar un nombre, un icono, al mundo nuevo que querríamos. La utopía abstracta estuvo presente desde el comienzo del movimiento obrero, en el siglo XIX, de mano de los socialistas utópicos que, tomando el apocalipsis judeo-cristiano, hablaban de la «Nueva Jerusalén». Aquello era reivindicar la relación profunda entre la utopía progresista abstracta y la religión, «el opio del pueblo, grito de la criatura oprimida».
Los revolucionarios reales del siglo XX llegaron para criticar este concepto. Para empezar, no habían conquistado el poder en nombre de la utopía abstracta (el socialismo), sino en el nombre de objetivos muy concretos, exigencias salidas de la gran mayoría de personas: «el pan para el obrero, la paz para el soldado, la tierra para los campesinos» durante la revolución de 1917 o la lucha contra la invasión japonesa de Mao Zedong. Un choque con la realidad todavía más violento después de la revolución: Lenin decía, al final de su vida, «el capitalismo no es un cadáver que meter en un ataúd y tirar a la mar. Está ahí, se descompone entre nosotros, nos contamina». ¡Qué diríamos entonces de una «revolución anti-productivista»!
Otra crítica al concepto de la utopía abstracta es que a menudo no es más que la inversión imaginaria del mundo real. El movimiento obrero sueña con su Nueva Jerusalén como un mundo de dictadura del proletariado. Por el contrario, las personas que votan o militan para Europe Ecologie no se definen necesariamente como anti-capitalistas. Quieren cosas que corresponden al interés general de la humanidad (la lucha contra el cambio climático, contra la erosión de la biodiversidad). Y es el propio movimiento de su lucha lo que les lleva a proponer políticas que les alejan de la derecha política y que ponen en cuestión la libertad de actuación del capitalismo, pero también los límites del intervencionismo estático, como en el campo de la energía. Al contrario, la ecología política no puede proponer ningún ideal hecho realidad, ninguna utopía abstracta, y esto es una debilidad de cara a su capacidad de movilización: tiene problemas para «hacer soñar». Su fuerza está en proponer acciones concretas para la calidad de vida, visibles por todos y cada una puede poner en práctica. De igual manera los ecologistas que cultivan el radicalismo y fustigan las alianzas con el «reformismo» hacen bandera de las «pequeñas revoluciones caseras», de las que nos habríamos reído en otros tiempos por su carácter de nicho en el interior de un sistema inmutado.
¿Podríamos imaginar el equivalente de la «Nueva Jerusalén» para la ecología? ¿«Aquello que queremos»? Es el desarrollo sostenible, el decrecimiento selectivo o solidario, simplicidad voluntaria... Lo veamos como lo veamos, jamás se tratará de un «resultado ideal» sino de un «proceso ideal»: ¿hacia dónde vamos y cómo? No somos capaces de decir cómo será un mundo más ecologista dentro de 50 años, sino lo que podemos hacer en 2010 para vivir de otra forma, y de paso salvar el planeta. El sueño de una utopía abstracta es reemplazado por la exaltación, a veces idealista o incluso dandista, de un comportamiento heroicamente ecologista: decreciente, responsable...
Por Alain Lipietz. Intervención en el taller “Ahondar en los valores de la ecología política”, convención parisina de “Europe Ecologie”, Arcueil, 8 de mayo de 2010.
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