De Mao a Diputado Verde del Parlamento Europeo... Alain Lipietz, politécnico, ingeniero de la Escuela Nacional de Puentes y Calzadas, investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica (CNRS), es uno de los pocos intelectuales en haberse comprometido políticamente en un partido. Aquí nos narra su recorrido intelectual y político a través de sus libros, recorrido que lo llevó del marxismo a la ecología política, en ruptura con un medio de ingenieros tradicionalmente productivista. A la vez investigador, electo político y militante incansable, la acción para él, nunca va separada del análisis.
Mi trabajo de investigador se entrecruzó siempre con mi actividad militante. Pero no siempre he sido ecologista. En 1966, invité a René Dumont a la Escuela Politécnica. En aquella época, René no era verdaderamente ecologista. En su libro L’Afrique noire est mal partie, el ingeniero agrónomo se preguntaba: «¿A qué condiciones sociales la tierra puede alimentar a los hombres?». Faltaba aún en él la crítica radical de las relaciones sociales y de las técnicas que generaban a la vez la miseria humana y la destrucción de la naturaleza. Esta crítica, yo la encontraría del lado del marxismo, y más precisamente (¡era la época!), en la crítica del estalinismo por la Revolución cultural china, o al menos lo que leíamos al respecto… ¿Que sacaba yo de la lección china? La crítica de la «teoría de las fuerzas productivas», la crítica del Estado y del mercado, la crítica de la «forma partido». No hay que entender «crítica» en el sentido de «rechazo», se trataba más bien del análisis de las principales tendencias que imponían estas formas sociales, y de la reflexión y de la acción para identificarlas y oponerse a los efectos perversos. ¿En qué sentido iban estas críticas?
Las fuerzas productivas: al contrario del marxismo dominante, que ve al progreso técnico, el mismo guiado por la Ciencia, traer la abundancia y con ella la liberación de los oprimidos, nosotros entendíamos que el progreso técnico no era un motor autónomo de la Historia. Mientras limita ciertamente el esfuerzo humano, el progreso siempre va marcado por las relaciones sociales entre los humanos: cientismo, tecnocracia, elección de lo más rentable o de lo mas centralizado...
El Estado y el mercado: estas dos formas son sin duda las soluciones más potentes al problema de la contradicción entre el individuo y la comunidad. Pero se transforman en fuerzas autónomas que se vuelven contra los que creen utilizarlas. El Estado se convierte en un cuerpo separado que dicta sus opciones, el mercado aniquila la «libertad» de los que redujeron al desempleo.
La forma partido: los movimientos sociales necesitan un intelectual colectivo y un cuartel general de las luchas, pero – como el Estado que pretende combatir y ocupar – el partido tiende a situarse por encima de las masas populares y a utilizarlas para sus propios intereses, en el nombre de una visión más clara desde el punto de vista de conjunto.
Paralelamente, mi proceso individual me comprometía en una relación particular con el territorio. La invitación a René Dumont traducía primero mi preocupación por la liberación y el bienestar de los pueblos colonizados y empobrecidos del Tercer Mundo. Yo quería «hacer cooperación», trabajar con ellos para habilitar un mundo mejor (era ya por esta razón que me hice ingeniero, como Dumont). Lo que, profesionalmente me llevó hacia la Escuela Nacional de Puentes y Calzadas. Mayo 68 y la relación con el movimiento obrero, la participación y un inmenso y creativo movimiento de masa, breves experiencias como minero de fondo y campesino, me llevaron a revisar mis proyectos: para servir en Francia la revolución, no podía utilizar mis conocimientos sino en la investigación, y la economía política era sin duda el campo en el cual mi formación podía ser la más útil. Sin embargo, esta actividad de investigador permanecía directamente orientada por mis opciones iniciales: el ordenamiento del territorio.
Activamente vinculado con las luchas urbanas de 1970 por la vivienda, los transportes públicos, las opciones urbanísticas, en relación con los militantes de los Cuadernos de Mayo, empecé por el análisis de la división social del espacio urbano y del precio del suelo. Este trabajo, Le tribut foncier urbain (1974), me introdujo más tarde a toda la economía política del medio ambiente: el precio del suelo no es más que el intercambio contra moneda de un derecho político de acceso a un ambiente social dado y que se transforma.
Participando en un grupúsculo muy ligado a la emergencia de los movimientos regionalistas (Bretones, Occitanos, etc.), estudiaba la manera en que el capitalismo estructuraba el espacio, y aprovechaba de diferencias preexistentes para optimizar su desarrollo (Le capital et son espace, 1977). Ante la crisis de 1974, participé en la aventura de la «Escuela de la Regulación», con el análisis del modo de desarrollo dominante de la posguerra, el fordismo: Crise et inflation, pourquoi? (1979), Le monde enchanté (1983).
Estos trabajos presentaban bastante pocas propuestas pero ya desarrollaba, con los sindicatos y los movimientos de educación popular, la búsqueda de formas de organización del trabajo y de regulación económico-política alternativas. No se trataba de responder al descenso de la rentabilidad del capital rompiendo la «rigidez obrera» como lo intentaba el neoliberalismo, sino ante todo desarrollar otras fuentes de productividad, basadas en el savoir-faire de los productores, otros modos de regulación de la seguridad social fundados en formas más directas de solidaridad. Por fin relacionado con el movimiento tercermundista, ampliaba a escala internacional mi reflexión sobre las relaciones entre los territorios: escribí Mirages et miracles: problèmes de l’industrialisation dans le tiers-monde (1985).
Contrariamente a la casi totalidad de las corrientes marxistas que negaban la posibilidad de la industrialización en los países dominados, yo diagnosticaba lo ineluctable de la extensión en el Sur de las formas más terribles de la industrialización, sin excluir una rápida subida en calificación. La respuesta finalmente no podía residir sino en la búsqueda de reglas sociales internacionales.
Es en este último libro que me declaro ecologista. El impacto del Brasil me había confirmado la relación íntima entre la destrucción de la naturaleza y la explotación de los humanos. Pero mi distanciamiento con el marxismo había ocurrido a lo largo de los años, en el marco de la revista Partis pris. No fue un rechazo, sino una reflexión acerca de los límites de un enfoque que se interesaba demasiado poco por el valor de uso, el trabajo concreto, la realidad material. Reencontrar la realidad de lo que hace la industria, el agrobusiness, los trabajadores, los consumidores, el medio ambiente, el planeta, superar la única crítica del «cuánto vale, cuánto ganan», hacerse la pregunta del «¿para qué sirve? ¿Cuál es el sentido de este trabajo?», extendía considerablemente la crítica del desorden existente, pero también el alcance de las coaliciones sociales que era posible construir para combatirlo.
La ecología política me apareció entonces como un punto de vista sintético, aún ampliamente por explorar, que permitía prolongar positivamente el marxismo crítico que yo había practicado hasta ese entonces. La crítica de las fuerzas productivas, del Estado, del mercado, de la forma partido, encontraba una salida en el punto de vista ecologista que pone en relación de manera permanente el individuo, la actividad social, y el territorio (natural y artificial), a la vez producto de la sociedad y base de su existencia. Pero para pasar de las luchas «contra" a la práctica de una alternativa, no bastaba con «cambiar su propia vida", era necesario plantearse la cuestión de las políticas públicas, por lo tanto del poder, aquí y ahora (y no después de una mítica revolución).
Las dificultades de la izquierda – por fin llegada al poder en 1981 – me llevaron a una actividad mucho más de propuestas. Fue la serie de libros cada vez mas verdes: L’audace ou l’enlisement (1984), Choisir l’audace (1989), Vert espérance (1993), y, apoyándome en las ricas elaboraciones de la Comisión económica de los Verdes, el regreso a análisis profundizados con La société en sablier (1998) – que era de hecho una base analítica para las negociaciones de los Verdes con el Partido socialista. A lo largo de mis actividades en adelante más institucionales, escribí por fin libros de propuesta y «de autocrítica para avanzar”: Qu’est ce que l’écologie politique ? (1998), Pour le tiers secteur (2001), Refonder l’espérance (2003). Primero, sobre las vías y los medios del reparto del trabajo como respuesta no-productivista a la cuestión del desempleo y de la calidad de la vida, luego sobre los instrumentos que permiten orientar el modelo de desarrollo en un sentido «sustentable» (reglamentos, cuotas, eco-impuestos), por fin, para precisar la vieja idea (¡1984 !) del «tercer sector".
Si miro hacia el pasado, queda claro en efecto que la forma particular de lo que fue mi marxismo resuena sobre las propuestas que pude desarrollar como militante verde. Frente al desempleo por ejemplo, no defendí tanto el capitalismo de Estado de los estalinianos, ni la reactivación keynesiana de los socio-demócratas, como la lucha por el tiempo libre con la reducción del tiempo de trabajo y el reparto de las riquezas, y sobre todo el tercer sector. La idea de una comunidad vinculada por la amistad (en el sentido de Fourier, es decir sobre la base de la libre asociación) intercambiando servicios a ella misma con una forma asociativa o cooperativa, vieja aspiración del movimiento obrero del siglo XIX, respuesta de las (demasiado escasas y demasiado mitificadas) «comunas populares» chinas al horror del estalinismo, me parecía y me parece aún como el horizonte de una izquierda para el siglo XXI. Falta aún comprender la tesis de Marx según la cual un nuevo modo de producción no puede desarrollarse más que en los poros, los márgenes del mundo dominante, antes de pretender ejercer la hegemonía. O, como decía Paul Eluard: «Otro mundo es posible... pero se encuentra en este».
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