He mencionado antes la ola de irracionalismo anti-científico en Estados Unidos. Los ecologistas no deben simpatizar con esto. Es cierto que Descartes, al analizar el método de la incipiente ciencia moderna, decía que el hombre debe convertirse en dueño y poseedor de la Naturaleza. Pero eso no es motivo suficiente para desdeñar la ciencia.
La curiosidad por el funcionamiento de la Naturaleza, la ciencia de los eclipses y de los movimientos de los astros en las antiguas civilizaciones de Egipto y de Asia, el descubrimiento de la agricultura en diversos lugares del mundo hace ocho o diez mil años con complejos sistemas de cultivo que combinan muchas especies y variedades de plantas, muestran que la ciencia no es solo europea y occidental. Un ejemplo andino son los métodos pre-hispánicos para averiguar con varios meses de anticipación el fenómeno de El Niño por la observación del firmamento nocturno (como explicó Benjamín Orlove). Hay otros ejemplos de la historia americana.
No toda la ciencia es occidental ni toda ella puede explicarse por la avidez de explotar la Naturaleza. Si bien Darwin, en su narración del viaje en el Beagle, comentó a menudo sobre los recursos naturales de América incluido el uso del guano en el Perú, su motivación principal, como luego se vio, era estudiar el origen y la evolución de las especies. Hay algo bello y admirable en la lucha de la razón científica contra el dogma religioso, Galileo en su tiempo, Darwin 250 años después. Conocer los cambios desde la primera forma de vida en la Tierra a la especie humana, pasando por los monos, es un resultado de la ciencia occidental (en plena era imperialista inglesa) que irritaba e irrita a fundamentalistas religiosos, pero que no choca, sino que apoya, el sentimiento de reverencia y respeto por la Naturaleza.
Los países andinos no solo tuvieron la visita de Darwin, sino, antes que él, la de La Condamine midiendo con gran esfuerzo el meridiano, de Alejandro de Humboldt (a la vez ilustrado y romántico, enemigo de la corona borbónica y de la esclavitud), de Boussingault (enviado por Humboldt a Bolívar para estudiar los recursos naturales de América, y descubridor más tarde del ciclo de nitrógeno). Humboldt quería ver qué recursos había en América para exportar a Europa pero también quería hacer ciencia pura (subiendo al Chimborazo con sus guías, no sin esfuerzo, para medir la temperatura de ebullición del agua), y estaba maravillado por la naturaleza de América y por los conocimientos de los indígenas.
La química agraria de Liebig (quién inició el estudio de los grandes ciclos biogeoquímicos, y por tanto está en el origen de la ciencia de la Ecología) tiene también conexiones andinas, pues el estudio de las propiedades del guano, extraído por peones chinos endeudados y enviado a Europa en grandes cargamentos desde el Perú a partir de 1840, llevó a entender la ciencia de los nutrientes de la agricultura. Claro que el guano, como abono, era ya conocido como fertilizante desde antes de los Incas. ¿Qué añade o que pretende añadir la ciencia occidental? Explicaciones teóricas, elaboración de hipótesis, comprobaciones empíricas en laboratorios, con validez universal.
No se trata de renunciar a este legado científico ni mucho menos renunciar a la razón para refugiarnos, en nuestra angustia o perplejidad por la marcha del mundo, en misticismos antiguos o de nuevo cuño o en irracionalismos políticos. En Estados Unidos hay la derecha “creacionista” que reniega de Darwin como los hicieron los obispos victorianos. Y también niega la ciencia del efecto invernadero que es como negar el estudio del ciclo del carbono en la naturaleza.
Investigar la naturaleza, como lo han hecho los humanos desde un inicio, usar más recientemente los métodos de análisis de la ciencia occidental, es inevitable. Puede producir consecuencias negativas, en las aplicaciones tecnológicas. El estudio de la radioactividad llevó, entre otros resultados, a fabricar bárbaras bombas atómicas, introduciendo dudas y arrepentimiento en los propios físicos. Desde 1945, la ciencia y la tecnología no eran ya el “progreso”.
Las tecnologías agrarias basadas en la química de Liebig y en una visión reduccionista, han llevado a la pérdida de biodiversidad. La lista puede alargarse. Conocer a finales del siglo XIX la relación entre el clima y las concentraciones de dióxido de carbono en la atmósfera en las diversas glaciaciones, llevó a la actual y muy justificada alarma sobre el aumento del efecto invernadero causado por las tecnologías de la revolución industrial. El irracionalismo anticientífico y los intereses económicos de los capitalistas de los combustibles fósiles, dificultan la política internacional contra el cambio climático.
En la base del ecologismo actual hay una comprensión científica de la naturaleza (el DDT mata a los pájaros, explicó Rachel Carson en 1962) y al mismo tiempo una admiración, una reverencia, una identidad con la naturaleza, muy lejos de sentimientos de posesión y dominación, muy cerca de la curiosidad, de la reverencia y del amor. ¿No es este ecologismo a la vez racional y emotivo, a la vez romántico e ilustrado, a la vez occidental y respetuoso de la sabiduría indígena, el principal apoyo a la posición que, en lo jurídico, defiende los Derechos de la Naturaleza como los ha incluido la Constitución de Ecuador en el 2008?
Escrito por Joan Martinez Alier
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