viernes, 30 de septiembre de 2011

Hacia una economía sostenible: dilemas del ecologismo actual (Tercera Parte: De Copenhague a Cancún: Un acuerdo sin reducciones vinculantes no es un acuerdo)

Desde hace tiempo se conoce el aumento del efecto invernadero como consecuencia principalmente de la quema de combustibles fósiles. En 1895, el químico Svante Arrhenius ya explicó cómo el incremento de la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera debido a la quema de carbón aumentaría la temperatura y produciría el cambio climático. A partir de 1985 se formó el Panel Internacional de Cambio Climático de las Naciones Unidas tras una reunión en Villach, Austria. El IPCC estuvo bajo la dirección de Bert Bolin, quien fue a veces invitado a reuniones de la década de 1980 de donde saldría la Internacional Society of Ecological Economics (con la presencia decisiva de ecólogos suecos como Ann Mari Jansson). Que se pudiera negar la ciencia del efecto invernadero no nos pasaba por la cabeza.

     Vean que lo que ha ocurrido en Cancún estos días pasados. Ha habido un acuerdo muy celebrado por la prensa donde nada se dice de cuál será el año en que se llegue a un pico de emisiones de dióxido de carbono. La concentración que era de 300 ppm hace cien años está llegando ahora a 400 ppm, y crece unas 2 ppm al año. En treinta años más estaremos en 450 ppm y creciendo. Los movimientos sociales que reclaman un límite de 350 ppm, son marginados y calificados de utópicos cuando son por el contrario bien razonables. La prensa es ignorante o está vendida. En Cancún no se ha dado objetivos de reducción obligatorios ni para el 2020 ni para el 2050. Es verdad que no han acabado a gritos y se reunirán en Durban en el 2011, un éxito de las formas de la diplomacia aunque un fracaso en el combate al cambio climático.

     Al igual que en Copenhague en diciembre del 2009, la cumbre en Cancún debió terminar con un acuerdo internacional que reemplace al Protocolo de Kyoto, que vence en el 2012. La negación a reducir realmente las emisiones por parte de los países ricos del Norte hizo nuevamente que el foro no llegara a un acuerdo sólido. Estados Unidos (donde el presidente Obama carece de apoyo suficiente del Senado y de la Cámara de Representantes) promete como mucho una disminución del 17% para el 2020 con respecto al nivel de 2005, una promesa facilitada por la crisis económica del 2008-09 pero que no es un compromiso firmado. Hay una ola de irracionalismo en la sociedad de Estados Unidos donde muchos niegan la física del aumento del efecto invernadero como otros o los mismos oponen el creacionismo bíblico a Darwin. Aunque en comparación con el irracionalismo político europeo de los años 1930, lo del Tea Party y Sarah Palin sea más liviano.

     Una reducción del 17% respecto al 2005 no es lo que hace falta. Se necesita una reducción mayor de Estados Unidos, por su importancia en las emisiones globales y además para convencer a China y otros países que argumentan que ellos están muy por debajo de Estados Unidos en términos per capita. El valiente embajador boliviano Pablo Solon se quedó solo el último día de la reunión de Cancún, teniendo la razón, frente a los representantes de más de 190 países, unos que se niegan a aceptar responsabilidades históricas, otros que quieren crecer quemando carbón sin preocuparse del clima, otros, en fin, claudicantes que no exigen justicia climática si no se conforman con limosnas.

     En el año 2005, un habitante promedio norteamericano emitió 19,5 toneladas métricas de CO2, un chino, 4,3. Había unos 300 millones de norteamericanos en el planeta, 1.300 millones de chinos. En otras palabras, el cambio climático no se dispara ya de manera totalmente incontrolada en respuesta a concentraciones de 600 o 700 ppm porque China, la India y los países más pobres del mundo han emitido y emiten por persona mucho menos que los ricos. Históricamente, los países ricos tienen una gran deuda climática acumulada. Desde el 1990 han aumentado las emisiones en todo el mundo (EEUU, un 13%), excepto en algunos países europeos. Desde Kyoto en 1997 también han aumentado, excepto otra vez algunos países europeos. Hasta el 2007 las emisiones mundiales crecían al 3% al año, cuando deben disminuir cuanto antes en un 50% o 60%. La crisis de 2008-09 hizo frenar el aumento de emisiones un par de años, pero éstas continúan excediendo lo tolerable al menos en un 50 por ciento.

     En Cancún, los países del Sur no tuvieron una postura fuerte de reclamo contra las excesivas emisiones per capita actuales e históricas de los países ricos. Eso es lástima, porque esos reclamos, además de ser justos, ayudan a quienes internamente en Europa, Japón, Estados Unidos, propugnan una disminución de las emisiones. Sabemos por el corte de ayuda económica de Estados Unidos a Ecuador y Bolivia tras Copenhague 2009 y por las revelaciones de Wiki-leaks que Todd Stern (que no tiene relación con Nicholas Stern, el economista británico), el negociador de los EEUU y sus colegas recurrieron a las amenazas y a las promesas de pequeñas donaciones monetarias (casos de Etiopía y las Maldivas) para lograr que los gobiernos del Sur renuncien a exigir la deuda ecológica y a pedir rápidas reducciones de emisiones.

     La alegría de los delegados de la conferencia de Cancún fue por irse a casa aunque no hayan decidido otra cosa que encontrarse otra vez el año próximo. No hay compromisos vinculantes de reducción. En Kyoto, los países ricos (Europa, Japón) prometieron pequeñas reducciones, a cambio de convertir su desproporcionado acceso a la atmósfera para verter CO2 de una situación de facto a una legitimada por un tratado internacional. Ahora no hay ni esas pequeñas promesas de reducción legalmente incorporadas a un tratado internacional. ¿Por qué pues esa alegría irresponsable?

     Más allá de la cumbre de Cancún, la tarea es reducir rápidamente las emisiones en un 50 o 60%. Por tanto hay que reducir la velocidad con que extraemos y quemamos los combustibles fósiles que son su fuente principal. En concreto se plantea la cuestión: ¿dónde dejar gas, petróleo o carbón en tierra? La respuesta es: allí donde el ambiente local es más sensible, tanto en términos sociales como ecológicos; allí donde la biodiversidad local vale más. Este es el caso del Parque Nacional Yasuní en Ecuador donde se ha propuesto dejar en tierra el petróleo en los campos ITT (850 millones de barriles) para preservar la biodiversidad, garantizar la vida de pueblos indígenas no contactados, y al mismo tiempo evitar la emisión de unos 410 millones de toneladas de dióxido de carbono que se producirían al quemar ese petróleo. Hay que apoyar esta iniciativa y otras similares.

     El cambio climático genera transformaciones naturales irreversibles e irreparables. Se acidifican los océanos. En los países andinos centrales, desaparecen los glaciares bajo los 6000 metros. Los países ricos tienen una deuda ecológica o climática con los países del Sur. El reconocimiento de la deuda ecológica, por la acumulación de gases de efecto invernadero, es un tema que ha pasado de la sociedad civil a los discursos de algunos cancilleres y de presidentes (más en Copenhague que en Cancún), pero que no se hace operativo. Los fondos provenientes del pago de la deuda ecológica histórica podrían dirigirse a la conservación de los bosques, los manglares, las fuentes de agua y la biodiversidad; a la adaptación de ecosistemas y grupos humanos vulnerables, y a la transición hacia energías alternativas para evitar la emisión de gases de efecto invernadero. Los países del Sur son acreedores de la deuda ecológica. No se trata de que los países ricos del Norte den créditos de "adaptación" a los países que no tienen responsabilidad histórica, o tienen muy poca, por el cambio climático. Mucho menos, que esos créditos vehiculados por un Fondo Verde del Banco Mundial actúen como nuevos mecanismos de endeudamiento para los países del Sur. Es una cuestión ética: los países del Norte deberían reconocer su responsabilidad financiera y social con las generaciones actuales y futuras. Pagar la deuda histórica es como pagar una multa justa que se revertirá en el propio beneficio de los países ricos.


Escrito por Joan Martinez Alier

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